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37°2 Le Matin
37°2 Le Matin | Jean-Jacques Beineix | 1986
Luiz-Olyntho Telles da Silva lots@uol.com.br

I can’t sleep at night
I can’t eat a bite
‘Cause the man I’m loving
He don’t treat me right.

(MAMIE SMITH, Crazy blues.)

¿Quién no ha oído decir que el amor es una locura?

A menudo escuchamos que la locura es lo que está fuera de la ley, lo que no llega a la ley, lo forcluído. Fue lo que me llevó a recordar esta película, esta obra de arte [1]. Aunque es una obviedad, no creo que esté de más destacar el extremo cuidado (Sorge, en palabras de Heidegger) de esta composición. Una composición clásica, diría yo, en la medida en que se organiza dentro de ciertos cánones clásicos y, además, está marcada de forma indeleble por las referencias a otros clásicos.

El atravesamiento de estas referencias, para acompañar la locura, puede ser interesante.

Entremos, pues, en escena, siguiendo los pasos de Beineix, nuestro Virgilio. Él nos sitúa inmediatamente, sin ningún introito, como espectadores involuntarios de un coito erótico, arrebatador y ardiente. No en vano, poco después, en 1989, el crítico Raphaël Bassan acuñó el término cinéma du look, [2] para describir una tendencia del cine francés de la época.

Todavía con la sensación de haber entrado en la habitación equivocada, nos vemos obligados a tragarnos en seco esta escena que, sin embargo, nos emociona. Tentados a dejar la platea, desapercibidos, para que la pareja no notara nuestra invasión, nos dimos cuenta de que no había tal invasión: ¡la puerta estaba abierta!

Mejor acomodados ahora, porque, al fin y al cabo, la escena parece que no terminará tan pronto, tenemos tiempo de encontrar cierta complicidad en la sonrisa de doña Gioconda: finalmente, ella también encara la escena con su enigmática sonrisa (en este momento, yo casi diría con una sonrisa irónica). También diría que hay un cierto contraste entre la sencillez de la escenografía, la voluptuosidad de la escena y la clásica sonrisa que acompañará toda la primera parte de la película.

Aludí a una ironía. Pues bien, ¿qué hacía un cuadro de da Vinci en la cabecera de esa cama? ¿Testimonio insólito de un acto execrado por su autor? Leonardo decía que si la procreación dependiera de la estética de los genitales, la humanidad no tendría futuro, y Freud, que estaba muy interesado en la vida del artista, le dijo a su amigo Fliess, en una carta fechada el 9 de octubre de 1898: no tenemos noticias de ningún evento amoroso suyo.

¿Sabrá Beineix del interés de Freud por da Vinci? No importa. Lo cierto es que el concepto de narcisismo aparece por primera vez en el estudio que hizo Freud sobre Leonardo, en 1910. ¿Y cuál es la importancia de esto? Ya veremos...

Merejkowsky (1947), de cuya novela Freud extrajo información sobre Leonardo, hace una descripción cuidadosa y delicada de la pintura de Mona Lisa: ella venía a ver al pintor todas las tardes, siempre a la misma hora, de tal modo que la luminosidad de la habitación, construida especialmente para ser el atelier de este lienzo, siempre fuera la misma, y esto durante años, cada vez que esta bella dama no acompañaba a don Giocondo, su esposo, en sus viajes; siempre venía con una dama de compañía, y esta relación sólo se vio interrumpida por la muerte de la musa, aparentemente a causa de la peste. Sin embargo, algunos todavía se preguntan si, detrás de esa sonrisa que atrae multitudes al Louvre, se encuentra la Sra. o el Sr. Del Giocondo. En cualquier caso, cuando Leonardo se exilia, se lleva consigo el ya famoso lienzo.

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Podemos preguntarnos por la intención de Beineix al incluir una copia de este clásico en esta escena de amor: ¿hombre-mujer? ¿Será el tema de la androginia lo que está en juego ahí? ¿El tema de la reunión? ¿Las dos mitades de uno? La plenitud no surge y Betty se masturba. ¡No hay relación sexual! No hay el uno para el otro, pero la olla hierve y Betty, demasiado humana, insiste, con maletas y equipaje.

Hablando de insistencia, permítanme detenerme un poco en esta escena, porque estarán de acuerdo en que, por su grandeza, merece justicia.

Esta primera escena, o, para referirme a ella según un concepto freudiano, esta escena primaria –representada plásticamente en la enigmática sonrisa de Gioconda– plantea una pregunta sobre los orígenes. Como dice Freud, el fantasma de la escena primaria busca una respuesta a la pregunta: ¿De dónde vienen los bebés? Y entonces, cuando nos damos cuenta de la ausencia de apellidos, esta cuestión adquiere un carácter particular y ambivalente: por un lado, el desvalimiento de la historia; por el otro, las preguntas, aunque frágiles: ¿De dónde vengo? ¿Qué familia? ¿Cuál es el nombre de mi padre?

Un saxofón se recorta contra el cielo azul. Es George quien toca y, con el sonido de la música, comienza a tomar forma un nombre para Betty: Betty Blue.

Betty quiere otra vida. Ya no está contenta con encuentros fugaces con Zorg; quiere estar con él todo el tiempo. Podríamos pensar que, al acercarse a Zorg, Betty le demandaría Sorge: demandaría cuidado, demandaría ayuda, demandaría cura, ¡demandaría un padre! [3] O, más aún, quién sabe, si tenemos en cuenta la contundencia de esta escena primaria, no estaría de más pensar en una exposición cargada de deseo. Betty siempre se deja llevar por el impulso del momento, como si quisiera mostrar su condición de derelicto. Y, por medio de Betty, Beineix nos muestra el estado de derelicto del ser allí: si, por un lado, el impulso de vivir no tiene quien lo aniquile, la Sorge “nos hace pensar en un fenómeno ontológico-existenciário fundamental cuya estructura, sin embargo, no es simples” (Heidegger, 1980, p. 216).

Betty se queja de la suciedad, Zorg se interesa por el tema. Betty lo descarta.

Betty se queja de que Zorg no la escucha, quiere más de un hombre que solo sexo. ¿Pero Zorg no escucha qué? ¿Escucharan? Había una pequeña nota fuera de tono:

– Todos son sucios.
– ¿Quién?
– Personne…
Y Betty agrega: – Olvídalo.

La nota que está deliberadamente desafinada aquí es mi, la tercera en la escala. Es un momento fugaz en el que Betty parece integrarse en lo universal a través de la expresión “Todos son sucios”, como si, a su manera, formulara el silogismo aristotélico: “Todos los hombres son mortales”. Pero el mi puro no aguanta, desafinándose a un bemol, como el discurso histérico que no aguanta. Betty amenaza con aparecer en el seno de lo reprimido, es decir, “en medio mismo de los símbolos, en la medida en que el hombre se integre en él y participe de él como agente y como actor” (Lacan, 1955-56, p. 124). Dio señales de que aparecería in loco, bajo una máscara, pero no; luego, proyecta la falta de escucha sobre el otro, reapareciendo, entonces, no in loco, sino in altero.

Zorg trae sus maletas a la casa y Betty sonríe. ¿Finalmente un encuentro? ¡No! Ella dice que quiere estar con él y Zorg está de acuerdo; después de todo, no tiene hijos ni esposa... ¡Es verdad, no hay relaciones sexuales! Uno dice una cosa, el otro escucha otra. De todos modos, tienen una cosa en común: ambos sitúan la causa de sus problemas fuera de sí mismos, in altero, como dice Lacan, y por eso, añadiría, están alterados.

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Luego otra nota desafinada: entra en escena el dueño de los galpones. Como un Deus ex machina, viene a romper la placidez imaginaria de la pareja, imponiéndose como un tercero. Mientras este último impone la pintura de los galpones, Betty decide los colores: rosa para Zorg y, para ella, azul, bleu, en inglés blue.

Mientras Zorg se dispone a pintar su Capilla Sixtina (como ya no tiene la calma de un Leonardo, necesita la velocidad de un Miguel Ángel), en el horizonte aparece un velero rumbo al sur. Es cuando se abre el tema de la alienación esclava en el otro por medio del trabajo. ¿Julio II (y Miguel Ángel)? Betty estalla literalmente y, al mostrar agresivamente sus genitales al explorador, demuestra claramente el carácter sexual y libidinal de la exploración. Si bien la situación parece ser intolerable para Betty, Zorg intenta sortearla. No ve otra salida que permanecer para siempre en ese escenario, alienado al explorador. Ella es la que se rebela y busca una salida, aunque eso signifique tirar todo por la ventana. Es como si quisiera cruzar lo Real con lo Imaginario. Me explico: es como si quisiera cruzar lo real del fantasma con objetos que para ella no tenían significación y, así, decir de su dificultad para acceder a lo Simbólico. Mientras los objetos vuelan por la ventana, Zorg observa pasivamente la escena junto a su vecino, George, quien, de hecho, narra el episodio: ...ahí va el tocadiscos y también mi disco de Gershwin...

Ahora la situación comienza a tomar forma con mayor claridad: ante la escena de exploración, Betty está fuera de sí, es decir, la nota que entonces desafina es la séptima de la escala. Primero mi y ahora si. Una vez más, el si puro no aguanta, caracterizando, en una modulación singular, una blue note, la expresión melódica de la melancolía. De esta forma, con este mi y si abemolados, tendremos una blue scale y, a medida que afinamos el oído, podremos escuchar el ritmo del blues al fondo, y podremos entender toda la película como un homenaje a George Gershwin. Este compositor, decididamente influido por el blues, esa música lenta y melancólica desarrollada a partir de las canciones espirituales y de trabajo de los negros, en la década de 1860, ya había compuesto Rhapsody in Blue, en 1923-24, originalmente para piano y orquesta de jazz.

Después de escuchar la Rapsodia de Gershswin, con sus acordes de intensa emoción balanceados con cierto desembarazo, se hace más fácil comprender a Betty Blue: sus sobresaltos emocionales y luego la calma absorta en una lectura que atraviesa la noche; la ansiosa excitación sexual y la subsiguiente lasitud; la orquesta moviéndose en conjunto para luego dar paso a un solo de piano: el cuarteto todo en el picnic y luego la natación solitaria.

Derivado de los spirituals, el blues ya no enfatiza la relación del hombre con Dios, ahora canta “la vida miserable que el hombre lleva en la tierra” (Ulanov, 1957, p. 31). Mientras Zorg –como un actor de vodevil–blues (Berendt, s/d)– imita la voz de uno de estas maravillosas artistas afrodescendientes cantando la imposibilidad de hacer algo frente a las desgracias materiales y morales, Betty representa la sabiduría de los negros y blancos pobres del sur que se niegan a dejarse sumergir por estas calamidades.

Betty descubre los libros de tapa negra y lee toda la noche. Parece encontrar sentido a su vida allí. Nada más le importa. Prende fuego al barracón, no deja huellas, ni pasado, ni historia; la historia, por cierto, es solo una broma muy divertida en medio de una borrachera. Los libros negros son, para ella, su monolito salvador. Zorg, en este caso, un mero apéndice.

Así organiza Beineix su historia: en los treinta y dos compases característicos del blues, canta, como en una rapsodia, la epopeya de la alienación. Los primeros ocho compases están dedicados a la caracterización de la figura básica: Betty y Zorg. Los siguientes ocho compases repiten la primera parte y, con la presencia del dueño de los galpones y el vecino, completan la primera parte del tema. La tercera parte se caracteriza por una variación del tema: Betty y Zorg viajan a París. En el camino grita “yo lo amo”, después de haber berreado, de manera ensordecedora, “yo te amo”, [4] como si le hablara a otro, a los árboles, que en su lalangue [5] forman un anagrama con barra, [6] con la barra de la represión.

En París viven con una amiga: Betty, allí, dactilografía el libro; Zorg parece modificar el fraseo, aunque permanece desnudo, posiblemente igual a su forma de ser. El ritmo es diferente, aunque el tema siempre es el mismo: mientras buscan editores, Eddy(!) entra en escena con su chambre andrógina – ¿una referencia a Leonardo?

Hay trabajo, ahora en la Pizzería, cuando Betty se encuentra nuevamente en el rol de camarera, rol que la llevó a ver a la gente como sucia; está la fiesta, y las agresiones, que también vuelven, ahora de forma más contundente, como el tenedor clavado por ella en el pecho de la comensal insatisfecha, y el corte en la cara del editor que no reconoce el valor del escrito. Los textos de Zorg son como los pequeños estudios de Schreber, le salvan la vida cuando se retira a la pequeña aldea de los barracones (¿el equivalente a la pequeña celda de locos donde meten a Schreber por la noche?).

Aunque con otro tono, vuelve el tema de la exploración libidinal: mientras uno hace un esfuerzo por decir-hacer una cosa, el otro sigue escuchando otra:

– Una gran cena / Una porquería.
– Un gran escritor / Un ensimismado.

La anunciación de la muerte aparece en un corte introductorio de la cuarta parte, cuyos últimos ocho compases caracterizan el final. Hay un retorno a la exposición primitiva. Como en una especie de anáfora, de recapitulación, los dos vuelven a estar solos. Hay una especularidad, evidenciada por los dos pianos opuestos, que se rompe, en parte, por el cartel detrás de Zorg con el nombre del Maestro Toni Coppola, en letras grandes, aunque, en los primeros compases de la última parte, un tercero no será aceptado, ni muerto. Este cartel, finalmente, con su alusión a la cópula, parece indicar simplemente una inversión: ahora es Zorg quien toma la iniciativa en los movimientos...

Como en la primera parte, Betty intuye que hay un Real que hay que atravesar. Pero ¿cuál y con qué? Es como si recordara el poema de Antoine Tudal, [7] citado por Lacan (1978, p. 108):

Entre el hombre y el amor
Hay la mujer.
Entre el hombre y la mujer
Hay un mundo.
Entre el hombre y el mundo
Hay un muro.

Y luego convoca a Zorg: – ¡Derribe el muro! Aunque Betty no sabe que lo sabe, sí sabe que el muro de Tudal es un muro de lenguaje: cuando Zorg –idiota– le pregunta si se parece a Silvester Stalone en Rocky 4, Betty responde que se parece a él escribiendo libros. Sin embargo, por alguna razón, no puede dar crédito a la fuerza del discurso y sigue con la fórmula als ob: – ¡Derribe el muro! En el momento preciso, el falo falla y ella se coloca de un lado de la pared, sentada, y él, del otro lado, con un mazo. Cuando el agujero comienza a abrirse, un rayo de luz cae sobre Betty, pero no lo suficiente como para iluminarla. La Aufklärung no funciona. El agujero necesitaba abrirse en otra parte, en ella misma, simbólicamente, a través de la palabra. ¡Pero no! La estructura simbólica es frágil. Lo intenta, y lo que consigue es hacerse un agujero en su propio cuerpo, cortándose la mano en una puerta de cristal. El simbolismo es escaso, no satisfactorio, y Betty huye hasta que Zorg y la policía la atrapan en la Iglesia, cuando Zorg, nuevamente, intenta sortear la situación. Cuando la ley está a punto de hacerse presente, como en la multa posterior, por exceso de velocidad, Zorg intenta anularla.

La mujer del boulanger intenta seducir a Zorg, pero no hay un tercer elemento en condiciones de entrar en esta folie-a-deux.

Como en la primera parte, el trabajo es difícil: para entregar un piano se necesita un camión capaz de llevar veinte, como si fuera una medida del esfuerzo que Betty hizo para salir de casa, para alejarse del espejo.

Cumpleaños de Betty. 20 años. Como recuerdo, Zorg le regala un enorme campo y una casa. Pero Betty no está satisfecha. Ella quiere más: quiere un bebé. Acto continuo, queda embarazada. Incapaz de recordar, incapaz de inscribirse en el curso de una historia, incapaz de inscribirse como nexo entre dos generaciones, comete una actuación: repite, por medio del embarazo fantasma, el acto sexual que la generó. Partenaire de la Folie, Zorg, para celebrar la pseudociesis, compra flores, champán, un tip-top negro y otro rojo. – Nunca sabes lo que va a pasar, dice, preparado para que no haya sorpresas. No hace una apuesta, como quiero un niño, o quiero una niña, excitándose sólo con el deseo del Otro, cuya presencia ni siquiera se vislumbra.

Betty no quiere jugar palabritas. ¡¿Por qué, si las palabras no tienen valor para ella?! En cambio, chupa el borde de la sábana, como un bebé, admirado por un gato, ese pequeño felino citado por Freud como ejemplo de narcisismo. La pseudociesis –nota desafinada– no dura y ella destroza la ropa de bebé, se corta el pelo y se cubre la cara con salsa de tomate. Zorg, una vez más, se especula en la escena.

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Después de un picnic, Betty se despierta en medio de la noche, se queda en un balanceo, escucha voces y dice que se está volviendo loca. Le pide ayuda a Zorg, quien, sin el menor Sorge, insiste en sortear la situación diciendo que es el viento. Ajena a su afirmación, no reconoce su referencia a ruah, el soplo divino, el soplo de vida, en fin, el viento como sustancia de las palabras, de esas palabras no reconocidas en el estruendo que invade la cabeza de Betty.

En el calor de la mañana - 37°C, la temperatura de la primera mañana, Betty se queja y Zorg dice que no importa el calor - Betty intenta desesperadamente otro corte, pero lo que logra es cerrar un ojo. – ¿Cerrar un ojo a la escena primaria?

Zorg intenta convencerla, pero no reconoce el estado de shock en el que se encuentra; tampoco reconoce el suyo. Ataca al personal médico y lo tiran a la calle. La enfermería ignora su enfermedad, como si las locas fueran siempre mujeres.

Inesperadamente, llega una respuesta positiva de un editor (que bien podría ser una alucinación, pero no importa, porque, al fin y al cabo, Schreber también ha encontrado a su editor), y Zorg regresa al hospital decidido a no separarse de Betty... y, con la ayuda de una almohada, la asfixia.

Travestido como Betty, hace con ella lo que sentía que ella hacía con él. Ya no tolera a esa mujer todo el tiempo tratando de sacarlo de la alienación en la que vivía. Muerta, puede vivir con ella, porque ya no lo amenaza. Él la mata sin tocar su cuerpo, lo que, en cierto modo, nos hace recordar a Leonardo, que no toca a su musa. La diferencia es que da Vinci no necesita matar: pinta un retrato para preservar su imagen.

Después del asesinato, el chili con carne. Se repite una de las primeras escenas: después del amor, el chili. Recuerda a Gabriela, de Jorge Amado, cuando, después de haber amado al senior Nacib, exclama: —¡Ah! Este morir y renacer.... La diferencia es que, para Zorg, el renacimiento es solitario.

Pero lo que importa es que de Betty queda la voz, que nos remite a Narciso y a su amada, la ninfa Eco, de la cual, condenada a muerte por haber tocado a Narciso, sobrevive la voz que aún hoy se escucha en los bosques, en los valles y en las montañas (a ritmo de blues)...

la – la – si – la

Referencias

Bassan, R. (1989). Revue du Cinéma. ed. 448.

Beineix, J.-J. (Director). (1986). Betty Blue [Película].

Berendt, J.-E. (s/f). História do jazz. Abril Cultural.

Djian, P. (1985). Betty Blue, La mirada del amor [Versión cinematográfica de la novela]. Productora.

Heidegger, M. (1980). El ser y el tiempo. Fondo de Cultura Económica.

Lacan, J. (1985). As psicoses [1955-56]. Jorge Zahar.

Lacan, J. (1978). Escritos 1. Siglo veintiuno editores.

Merejkowsky, D. (1947). O Romance de Leonardo da Vinci: A ressurreição dos Deuses. Livraria do Globo.

Ulanov, B. (1957). A história do jazz. Civilização Brasileira.



NOTAS

[1Dirigida por Jean-Jacques Beineix en 1986, es una adaptación de la novela de Philippe Djian, Betty Blue, La mirada del amor, y cuenta con Jean-Hughes Anglade (Zorg), Béatrice Dale (Betty), Gérard Darmon (Eddy), Consuelo de Haviland (Lisa), Clémentine Célarié (Annie), André Julien (Georges) y Jacques Mathou (Bob).

[2BASSAN, R. Revue du Cinéma, ed. 448, abril de 1989.- Su crítica se basa precisamente en las películas de la época, especialmente en las de Beineix, Leos Caracs (Alex Christophe Dupont) y Luc Benson, creyendo que estas películas estaban más interesadas en la imagen visual que en la narrativa, lo cual, al menos en esta película de Beineix, me parece una tontería. Las bellas y fuertes escenas realistas de la película corresponden al poder expresivo de la narración.

[3Dada la homofonía entre el nombre de este personaje, Zorg, de quien Heidegger nos dice ser el hombre hijo, siguiendo la fábula de Hyginus, en una recurrencia para verificar la exégesis existencial del ser allí (da sein).

[4Llamo la atención sobre el uso, respectivamente, de la 3ª y de la 2ª persona del discurso.

[5Lacan menciona el neologismo lalengua, por primera vez, en el Seminario del 4 de noviembre de 1971 (El saber del psicoanalista). Como resultado de un acto fallido propio, cuando quiso mencionar el Vocabulario de Laplanche y le salió el Diccionario de Lalande. Desde entonces, se dio cuenta de su conexión con el inconsciente y comenzó a utilizar la palabra junto con el artículo para expresar el lenguaje propio del sujeto.

[6Arbre/barre.

[7Le cercle d’échanges artistiques internationaux. TUDAL, A., Obstacles. In Almanach de Paris año 2000. Paris: Paul Dupont, 1949, p. 273: Entre l´homme et l’amour / Il y a la femme. / Entre l’homme et la femme / Il y a un monde. / Entre l’homme et le monde / Il y a un mur. […]