Bioética y ópera: un legado de Fritz Jahr A lo largo del último siglo y medio, la música de Richard Wagner, y en particular su tradición operística, ha sido fuente de inspiración para pensadores de casi todas las disciplinas. Entre ellos se cuentan filósofos, científicos, dramaturgos y cineastas. Un dato menos conocido es que una composición suya ha estado asociada nada menos que a la gestación del concepto de bioética. Efectivamente, hoy sabemos que la primera aparición del término bioética se remonta a 1927, cuando se publica en la revista Kosmos el artículo pionero de Fritz Jahr Bio-ética: una perspectiva de la relación ética de los seres humanos con los animales y las plantas (Jahr, 1927). Jahr hace referencia allí a un pasaje de la obra póstuma de Wagner, Parsifal, cuyo primer acto nos confronta con la muerte de un cisne a manos de un cazador furtivo, interpelando nuestra sensibilidad para con la muerte del otro. Que en este caso se trate de un ave es un acierto del guión, porque extrema nuestra empatía para con las demás especies, lo cual para Jahr constituye una matriz trágica de las relaciones de un ser humano con la humanidad toda. (Lima y Michel Fariña, 2009; Lima, 2010, 2011). La referencia no es azarosa, ya que el tratamiento que hace Jahr del pasaje de Wagner nos pone sobre la pista de la íntima relación que existe entre el género operístico, sucedáneo de la tragedia griega, y el pathos situacional presente en los dilemas éticos. La versión cinematográfica de Hans-Jürgen Syberberg, estrenada en 1982, coincidiendo con el centenario del estreno de la ópera de Wagner, agrega un especial dramatismo. En medio de la apacible plegaria de Gurnemanz algo terrible sucede. Alguien acaba de asesinar al hermoso cisne blanco. Fue atravesado por una flecha que lo alcanzó en pleno vuelo. Encuentran al culpable, que es apenas un muchacho, y lo interrogan acerca del porqué de su acción. Él tan sólo responde que posee su arco y flecha para dispararle a todo lo que vuela… Gurnemanz señalando al cisne inerte, interpela la sensibilidad del muchacho con una pregunta implacable: ¿puedes ver la mirada en sus ojos muertos? Esta referencia a una ópera en la fundación misma del concepto de bioética, resulta especialmente estimulante porque anticipa la perspectiva de la bioética narrativa, la cual tiene actualmente un enorme desarrollo. Hoy podemos constatar que el cine se ha valido de arias y fragmentos instrumentales de óperas para ambientar encrucijadas morales de la existencia humana. Veamos algunos pocos ejemplos. Philadelphia: la muerte y el morir En Filadelfia (Jonathan Demme, 1993) Tom Hanks protagoniza a Andrew Beckett, un enfermo terminal de SIDA, quien libra una batalla legal contra sus antiguos empleadores para demostrar que fue despedido de su trabajo debido a la enfermedad que padece. En una escena crucial del film, Andrew se encuentra con su abogado la noche anterior al día en que debe declarar ante el tribunal. El abogado está ansioso por ayudarlo a preparar su testimonio, pero el personaje le hace una pregunta desconcertante: ¿le gusta la ópera? El abogado, confundido, responde de manera cortés pero desinteresada. Es entonces cuando el enfermo, que se sabe cercano a la muerte, lo convoca a escuchar su aria predilecta. Se trata de La mamma morta, de la ópera Andrea Chénier, compuesta por Umberto Giordano en 1896. La voz de María Callas, en la piel de Maddalena di Coigni, puebla la habitación y Andrew se desplaza al compás de la música, traduciendo ante el abogado los pasajes más salientes, que concluyen con el conmovedor Io sono l´amore. A casi dos décadas de su estreno, el film es recordado como el primer alegato cinematográfico en favor de los derechos de quienes padecen HIV, pero mientras que la línea argumental se ha ido desactualizando, esta escena ha devenido inolvidable. Son apenas cuatro minutos que transmiten el pathos situacional de manera más contundente que muchos de los elaborados parlamentos que recorre el film. ¿De dónde proviene la fuerza, la potencia de esa escena? Puccini: el via crucis de David Gale y Ramón Sanpedro En La vida de David Gale (Alan Parker, 2003) Kevin Spacey protagoniza a Gale, un destacado intelectual y profesor universitario que integra, junto a su amiga y colega Constance Harraway, la organización Deathwatch, que lucha por la abolición de la pena de muerte en el conservador Estado de Texas. Pero la organización se encuentra en una encrucijada, porque no ha logrado avances significativos y de hecho no ha podido evitar una sola condena a muerte. Cada nueva ejecución representa una frustración para Constance, cuya salud se va viendo comprometida. Paralelamente, Gale se ve involucrado en un episodio sexual con una alumna, quien lo acusa de violación, consecuencia de lo cual es expulsado de la universidad y rechazado por su esposa, perdiendo todo contacto con su único hijo. Cuando Constance confirma que padece un cáncer terminal, decide darle un sentido a su muerte y requiere para ello la colaboración de Gale. De este modo, el suicidio asistido de Constance, deviene en acusación de asesinato contra Gale, quien es condenado a la pena capital. Estas vicisitudes son relatadas por Gale a una reportera, quien será testigo de los tres últimos días de su vida para dar luego a conocer la historia, que se convertirá en un inesperado alegato contra la pena de muerte. A lo largo del film los espectadores escuchamos un aria de ópera que se reitera en distintos momentos de la historia. Son fragmentos breves, a veces casi inaudibles. Recién cuando se resuelve el enigma de la trama, sabremos que se trata de la ópera Turandot, de Giaccomo Puccini, cuyo argumento gira en torno a un príncipe desconocido que pretende a Turandot, la bella heredera del trono de China. Para poder solicitar su mano debe superar tres pruebas impuestas por su padre a los pretendientes. Pero luego de que el príncipe haya pasado con éxito el desafío, corresponderá a la princesa adivinar el nombre del desconocido. Liu, sirviente del príncipe, está enamorada sin esperanzas del su amo, de quien afirma conocer el nombre. Enterada de que Turandot debe averiguarlo antes del amanecer y convencida de que no tiene chances, Liu se suicida clavándose una daga para no pronunciar el nombre del príncipe ignoto. La conmovedora escena puede verse completa en el final del film, cuando uno de los personajes asiste a la función de la ópera en un teatro florentino. La escena musical resignifica la historia, acercándonos a la estrategia de Constance, una paciente terminal de cáncer que decide suicidarse asistida por su amigo David Gale. Los espectadores perciben entonces el pathos de la situación y el aria de Puccini les devuelve el núcleo real, la justa dimensión del dilema ante la propia muerte. O en Mar Adentro (Amenabar, 2004), en la que también se recurre a Puccini y a Turandot, pero en este caso a otro aria célebre, el Nessun Dorma. La escena se ha transformado en antológica. Ramón Sampedro, quien padece de cuadriplejia desde su juventud cuando se accidentó al arrojarse al mar, yace postrado inmóvil. Ha pasado los últimos 30 años de su vida en esta condición y ha decidido que no quiere seguir viviendo. Libra una batalla legal contra el Estado español reclamando su derecho a la eutanasia, a lo que él entiende por una muerte digna. En ese momento, suena el acto final de la ópera. La música invade la habitación, se nos muestra una ventana abierta desde donde un cielo resplandeciente envuelve a Sampedro en un viaje de retorno; vuelve al mar, a la inmensidad del mar y al re-encuentro con un amor impedido. A partir de este hallazgo estético, el film nos abisma a percibir cierto posicionamiento subjetivo del personaje. Posicionamiento de un ser humano frente a la inminencia de una decisión, no-consciente, fuera de todo cálculo, y cuyos efectos se estructuran a partir de un enigma. En la ópera de Puccini, el príncipe extranjero pretendiente sortea difíciles pruebas en los que se juega su vida en la disyuntiva del amor. Renunciando a su privilegio, le devuelve a la princesa Turandot un acertijo: si quiere quedar libre del compromiso matrimonial, debe adivinar su nombre antes del alba. Nadie debe dormir (Nessun Dorma) cuando se es convocado a responder. El Nessun Dorma ha sido utilizado también en otras producciones en las cuales se busca transmitir al espectador el pathos de una situación dilemática desde el punto de vista médico. Es el caso del fragmento de Aria filmado por Ken Rusell en 1987, en el que el que el célebre pasaje de Puccini es recreado en la escena del quirófano, acompañando el vuelo de la paciente que está siendo intervenida quirúrgicamente luego de haber sufrido un accidente automovilístico –un verdadero hallazgo, que nos abisma al vértigo que supone para un sujeto someterse a la anestesia total. [1] O en el episodio Autopsia de la serie Dr. House, en que el que la vida de una niña enferma de cáncer pende de la resolución de un enigma… y es el Nessun Dorma de Puccini el que ofrece la clave para que el médico y su equipo resuelvan el complejo acertijo. Y ya lindando el debate biopolítico, las secuencias operísticas en Milk (Gus van Sant,), nos informan sobre el pathos de un activista gay que libra su batalla social por los derechos de los homosexuales, a través una vez más de Puccini y el aria final de Tosca. Wagner nuevamente: Sigmund Freud, Carl Jung y Sabine Spielrein La referencia inicial a Fritz Jahr no es azarosa. El tratamiento del pasaje del Parsifal Wagner nos pone sobre la pista de la íntima relación que existe entre el género operístico, sucedáneo de la tragedia griega, y el pathos situacional presente en los dilemas éticos. Dos recientes producciones cinematográficas “A Dangerous Method”, de David Cronenberg, y “Melancholia”, de Lars von Tiers, ambas de 2011, apelan también a partituras de Wagner para abordar en la filigrana del subtexto musical los profundos temas éticos de la trama. En este escrito nos ocuparemos de esta dimensión en la obra de Cronenberg. El film está basado en un capítulo de la historia del psicoanálisis, que comenzó a escribirse, de manera retroactiva, en 1977, cuando Aldo Carotenutto, un psicoanalista italiano que se hallaba investigando la obra de Jung, encontró en Ginebra un diario personal y un puñado de preciados documentos que, olvidados o abandonados, habían dormido un sueño de más de cincuenta años en los anaqueles del viejo edificio de la universidad. El azaroso descubrimiento fue la piedra de un escándalo mayúsculo y remontó la investigación a los inicios del siglo XX. Se trataba de las cartas y el diario íntimo de Sabine Spielrein, una joven judía rusa que había sido paciente de Carl Gustav Jung en la más prestigiosa clínica psiquiátrica de Zurich. Los documentos revelaban un secreto affaire, que mantuvo a los veinte años con Jung mientras éste era su analista. Los hechos, que comienzan en 1904 con la internación de Sabine Spielrein, son recreados en el film de David Cronenberg. A Dangerous Method. En artículos precedentes nos hemos referido ya a la dimensión teórico-institucional de esa historia (Michel Fariña & Benyakar, 1998; Michel Fariña, et al, 2011). [2] En el presente escrito nos interesa abordar la dimensión musical del film. Si Richard Wagner estuvo presente como inspiración en la gestación del concepto de bioética, podemos decir que su música retorna en esta reciente producción cinematográfica en la que Cronenberg aborda la delicada cuestión de la transferencia, a propósito de los riesgos de la involucración sexual entre terapeutas y pacientes. [3] Tratándose de un tema central de la ética profesional, Cronenberg advierte que su enorme complejidad excede por mucho las posibilidades del film que le toca rodar. Se vale entonces de una estrategia genial: suplementa su propia película con una banda sonora que es un espectáculo en sí mismo y que permite leer la psicología de los personajes en una cuerda paralela a la de la narración. Recurre para ello a pasajes de El anillo del nibelungo (Der Ring des Nibelungen), un ciclo de cuatro óperas compuestas por Wagner entre 1848 y 1874 y basadas libremente en figuras y elementos de la mitología germana. Estos dramas épicos, como gustaba denominarlos su autor, son El oro del Rin (Das Rheingold), La valquiria (Die Walküre), Sigfrido (Siegfried) y El ocaso de los dioses (Götterdämmerung). Así, a lo largo del film van desfilando pasajes musicales que permiten al oído atento ir siguiendo la historia en esta doble cuerda: la de la trama argumental y la que se despliega en clave operística. La primera referencia es a La valquiria. Jung y Sabina Spielrein hacen una breve travesía en barco y hablan del gusto compartido por la ópera –la Valquiria es la p redilecta de ambos. Es entonces cuando ella le confiesa su intención de estudiar medicina y transformarse en algún momento en psicoanalista. Jung la alienta y en la escena siguiente se los ve a ambos en la clínica psiquiátrica, observando las reacciones de los pacientes mientras en un fonógrafo suena la obertura de Die Walküre. Sabina está atenta a los gestos de los internos, tomando nota frenéticamente de todo lo que ve, mientras Jung, en un segundo plano la contempla embelesado. La segunda entrada de la música de Wagner es ya mucho más sutil, aunque sigue la secuencia del ciclo del Nibelungen. Se produce poco después, cuando finalmente Jung, alentado por su paciente Otto Gross, decide abandonarse a sus impulsos y se involucra sexualmente con Spielrein. Luego del primer encuentro amoroso, Cronenberg introduce como música incidental el pasaje del Idilio de Sigfrido, en un arreglo para piano ejecutado por el virtuoso Lang Lang. De este modo, en la filigrana musical del film se va tramando un paralelo entre el mito germánico y la trama del film. El paralelo será, evidentemente entre Sigfrido y Jung. De Siegfried se sabe que encarna la vitalidad triunfante de una humanidad naciente. Ario puro, forja la espada siguiendo su simple intuición. Frente a la ciencia de su padre Sigmund, él permanece ignorante de los obstáculos, cuyo sentido profundo no llega a comprender. De Siegfried se espera una conducta heroica, pero él se revela como profundamente humano. Sus mínimas y elementales obsesiones las repite constantemente. Según la tradición es un compañero, el que sea: primero un oso, luego un pájaro. Incluso en la relación con su amada Brunilda, con quien descubre a la vez el miedo y el amor, pero a quien por momentos confunde con su madre. Las analogías entre Siegfried y Jung se van haciendo claras para el espectador atento. En la versión de Cronenberg, Jung sería para Freud el príncipe ario destinado a templar la espada que libre las batallas futuras de la joven ciencia psicoanalítica. Pero Jung, como Siegfried (el hijo de Sigmund, en la mitología germánica), está lejos de esa ambición. Por eso el director apela a los pasajes operísiticos de Wagner, para señalarnos el equívoco de Freud, que puja por ubicar a Jung en un lugar imposible para él –y finalmente para ambos. Seguramente Cronenberg está al tanto de que en las primeras formulaciones de la ópera, cuando se encuentra trabajando sobre Siegfried, hacia 1851, Wagner había esbozado un contrapunto cómico que él llamó Jung-Siegfried (Joven Sigfrido). De allí la profusión de escenas en las que en el film Jung aparece en un lugar infantil frente a su esposa Emma. Repasemos algunas de ellas. Su mujer está ansiosa por darle a su marido un hijo varón –las dos primeras fueron niñas; pero Jung no se muestra muy entusiasmado con este anhelo de su esposa. El film nos muestra claramente que la posición que él adopta ante ella no es la de un marido sino más bien la de un hijo. Ante todo por la dependencia económica –Jung puede jugar al psicoanalista e incluso acompañar a Freud en su histórico viaje a Estados Unidos viajando en primera clase porque su mujer le paga los gastos. Pero sobre todo la dependencia afectiva. Jung justifica su donjuanismo en la pretendida aceptación de la poligamia por parte de su esposa, pero esto no es más que una racionalización para mantenerse sujeto a ella, no en su condición de mujer sino como figura materna. Emma Jung ve con indulgencia las escapadas amorosas de su marido con las pacientes –Sabine Spielrein, Toni Wolff, Magda von H., entre otras– porque es eso lo que le asegura que volverá siempre a su regazo. El propio Jung reconoce con amargura este lugar al que lo relega su propia neurosis: “Ella se ha convertido en la matrona victrix, la matrona victoriosa, segura en su papel de paridora de niños, segura en su auto respeto, mientras que el mío ha disminuido por la enfermedad y la dependencia financiera. De ese modo, ella puede obtener, por lo menos, una venganza sutil de mis infidelidades, reales o imaginarias.” [4] Cuando Jung se piensa a sí mismo como heredero del trono psicoanalítico, se angustia profundamente, porque él es todavía demasiado hijo como para imaginarse siendo padre –de un movimiento, de una causa. Ha engendrado hijos, pero no ha pro-creado en el sentido fuerte del término, en el sentido de transmitir un legado, que es lo que se espera de un cabal heredero. De allí que la relación con sus amantes-pacientes se presente también como una variante de la dependencia materna –su esposa como reservorio de la ternura y la maternidad, sus amantes como refugio de su supuesto desenfreno amatorio. En ambos casos, a salvo de todo riesgo porque el carácter endogámico de los vínculos le asegura la exclusividad que su narcisismo reclama. Nunca es abandonado, pero está patética y fatalmente solo, como lo muestra la escena de la despedida a orillas del lago Constanza. Es interesante que la escena final de la película esté ambientada en 1913, exactamente el año en que inicia su trama la novela de Morris West El mundo es de cristal, que narra el estado anímico de Jung en aquellos aciagos momentos, cuando había reemplazado a Sabina Spielrein por Toni Wolff y en vísperas de su encuentro con Magda von H. quien se convertiría, también ella, en paciente y amante. Es en el tedio de esta repetición que encontramos a este hombre abandonado a su melancolía, que recita cada mañana su letanía frente al espejo: “Me llamo Carl Gustav Jung. Soy médico, catedrático de medicina psiquiátrica, analista. Tengo treinta y ocho años. Nací en la aldea de Kesswil, Suiza, el veintiséis de julio de 1875. Mi padre, Paul, era pastor protestante, Mi madre, Emilie Preiswerk, era una muchacha del lugar. Soy casado, tengo cuatro hijos y un quinto en camino. El nombre de soltera de mi esposa es Emma Rauschenbach. Ella nació cerca del lago Constanza, del cual a veces parece creer que es el ombligo del mundo...” Nótese también aquí el hallazgo de Cronenberg en su caracterización del íntimo padecimiento de Jung, cuyo diagnóstico coincide con el que el destino depara a Siegfried, quien luego de librar sus batallas imaginarias, cae derrotado bajo el peso de la propia espada que no puede sostener. No deja de ser curioso que Freud deposite sus expectativas en este hombre, que no puede consigo mismo. Un hombre que no logra sustraerse a su compulsión, la cual pretende racionalizar en su elogio del amor libre, pero que nada tiene de mundano. Más bien lo contrario, por momentos se presenta como un hermanito mayor de sus cinco hijos, con una esposa madre nutricia que se preocupa denodadamente por él como del resto de su vasta prole. Referencias Jahr, F.: (1927) ““Bio-Ethik: Eine Umschau über die ethischen Beziehungen des Menschen zu Tier und Pflanze” [Bio-ética: una perspectiva de la relación ética de los seres humanos con los animales y las plantas) Kosmos. Handweise für Naturfreunde, 24(1):2-4. Hay traducción en español. Lima, 2008 s/p. Lima, N & Michel Fariña, J.J.: “Fritz Jahr’s Bioethical Concept and its Influence in Latin America: An Approach from Aesthetics” Paper presentado en el primer Simposio Internacional: “Fritz Jahr and European roots of bioethics: Establishing an international scholars’ network (EuroBioNethics)” Marzo 2011, Rijeka. Croacia. Lima, N. Las raíces europeas de la bioética: Fritz Jahr y el Parsifal, de Wagner. En Etica y Cine. Extractado el 10/5/11 http://www.eticaycine.org/Parsifal Michel Fariña, J. &, Benyakar, M.: (1998). (Hacer) el amor de transferencia: la involucración entre terapeutas y pacientes, un siglo después. En Psicología. Publicación de la Facultad de Psicología, UBA. West, M. (2000). El mundo es de cristal. Ediciones B: Barcelona.
NOTAS
[1] Esta versión merecería un análisis aparte, porque recuerda el cuento de Julio Cortázar La noche boca arriba, en el que un motociclista accidentado de muerte sueña en su agonía una historia de guerreros en la que va a ser sacrificado.
Pero también el relato puede leerse como el de un guerrero tolteca que al borde de la ejecución alucina un viaje vertiginoso montado en un absurdo vehículo de dos ruedas. Una vez más, no se distingue quien es el soñante y quién el soñado.
[2] Aspectos parciales de ese enfoque se han reproducido en la editorial del presente volumen de Etica&Cine.
[3] Recientemente acaba de salir a la luz el affaire que mantuvo Henry Murray, jefe del departamento de psicología de la Universidad de Harvard con su colega y amante Christiana Morgan, La historia se narra en La tejedora de Sombras, el libro todavía inédito de Jorge Volpi, en el que Carl Jung es otro de los personajes principales, porque la pareja lo consultó cuando ambos estaban obsesionados por seguir el camino junguiano de encontrar la libertad individual y el auto-conocimiento, y al mismo tiempo el amor. Por eso intentaron documentar su historia a lo largo de treinta años en un borrador al que llamaban “Nuestro libro” o “La propo-sición”. Una parte central de la novela de Volpi la ocupan las sesiones con Jung a la que ambos asistieron en Zurich. En ellas, el psicoanalista suizo aplicaba con Christiana su técnica de “imaginación activa”, que consistía en trances que buscaban visiones directas del inconsciente. Según Volpi “Jung lo había intentado con él mismo tras romper con Freud y eso es lo que dio lugar a su famoso Libro Rojo”.
[4] Todos los pasajes literarios están tomados de la mencionada novela de Morris West “El mundo es de cristal”, Ediciones B: Barcelona, 2000.