Cuando hablamos de elaboración de un trauma pensamos en el trabajo arduo y penoso de simbolizar, de ligar a palabras, de representar un exceso situacional que ha arrasado al sujeto, con el objeto de hacer pasar ese real al campo de lo representable, y por ende, pensable. [1] Pero ¿cómo poner en palabras lo real traumático, cuando éste se presenta bajo la forma del goce mortificante del semejante? ¿Cuándo ese mal se abisma en el insondable goce del Otro? Como le decía un guardia del campo de concentración a Primo Levi: “Aquí no hay ningún por qué”. El campo como arrasamiento de todo sentido posible. Incluso más arrasador que la muerte misma. Semprún relata un debate entre ex deportados acerca cómo contar la experiencia del campo de modo de ser comprendidos. [2] Todos advierten la dificultad de transmitir y volver verosímil una experiencia que se torna inimaginable. El autor interviene en la charla diciendo: “¿Cómo contar una historia poco creíble, cómo suscitar la imaginación de lo inimaginable, si no es elaborando, trabajando la realidad, poniéndola en perspectiva? ¡Pues con un poco de artificio!” (Semprún, 1998, p. 141). En ese momento uno de los presentes agrega: “El cine parece el arte más apropiado. Pero los documentos cinematográficos seguramente no serán muy numerosos. Y además los acontecimientos más significativos de la vida de los campos sin duda no se habrán filmado nunca… De todos modos, los documentales tienen sus límites, insuperables… Haría falta una ficción, ¿pero, quién se atreverá? Lo mejor sería realizar una película de ficción hoy mismo, con la realidad de Buchenwald todavía visible… la muerte todavía visible, todavía presente. No, un documental no, ya lo digo bien: una ficción… Es impensable…" (Semprún, 1998, p. 143) Se trata de pensar al cine como un arte que, vía artificio ficcional, sea pasador de un real traumático impensable, inimaginable. Cine como esfuerzo de memoria y justicia. Cine al mismo tiempo como mediador entre lo real traumático y lo simbólico, en el esfuerzo capturar en imágenes lo imposible de representarse, para poder así ser puesto a pensar. [3] La conocida frase de Theodor Adorno de que no es posible hacer poesía después de Auschwitz expresa el obstáculo que el horror de la Shoah erige frente a los esfuerzos de representarlo. A lo que habría que agregar que si bien no es posible “hacer poesía”, también resulta necesario. El aserto adorniano debe tomarse en el sentido de un límite ético y estético, y no una prohibición de seguir hablando (lo que le daría un triunfo póstumo al nazismo): se trata del esfuerzo y la apuesta de retomar el hilo de la palabra allí donde ésta se ve amenazada hasta la extenuación. Una palabra que no olvide ni tampoco banalice o degrade. La tarea es en ese sentido tan inmensa como impostergable. Sabemos que se hizo arte en los campos: poesía, música y hasta humor. El arte –como el psicoanálisis- es un modo de resistir por la vía del bien-decir, rechazando aquel mandato que encarnaron los verdugos: “no hables, porque sólo eres resto”. Semprún en su texto muestra que la imposibilidad de escribir puede a su vez ser escrita, dejando entrever el más allá de lo representable. El cine ha recogido el guante de este desafío de modos diversos: desde sublimes hasta abyectos. La Shoah ha sido plasmada en documentales en el límite de lo visible como Noche y niebla de Alain Resnais (1956), o despojados de toda imagen de archivo como Shoah de Claude Lanzmann (1985), poniendo en acto la idea de horror irrepresentable sólo evocable a través del relato testimonial. También ha sido evocada a través de ficciones como las series televisivas QB VII (1974) u Holocausto (1978), o en numerosos films como Kapo de Gillo Pontecorvo (1960), La decisión de Sophie de Alan Pakula (1982), La lista de Schindler de Steven Spielberg (1993) o El hijo de Saúl de László Nemes (2015). También ha sido representada en films de explotación o de mero divertimento, al punto de haber generado en los años setenta un género en sí mismo: las naziexplotation movies, en las que se plasmaba un erotismo morboso y sadomasoquista, con nulo afán testimonial. La misma situación puede ser ejemplificada en el caso de los crímenes de lesa humanidad cometidos en Argentina por la Junta Militar durante el Proceso. Documentales como Juan, como si nada hubiera sucedido de Carlos Echeverría (1987), o ficciones como Un muro de silencio de Lita Stantic (1993), o Garage Olimpo de Marco Bechis (1999), son algunos ejemplos de un cine al servicio de volverse pasadores de un real traumático que persiste como herida abierta. A contramano del oportunismo de films de explotación, como En retirada (1984) de Juan Carlos Desanzo. En este número del Journal se reúnen una serie de artículos que asumen este desafío de ser pasadores de lo real. El texto de Claudia Bernardi, que redobla con el arte del mural la experiencia indecible del documental La Bestia, haciéndola verosímil. O el trabajo de Ignacio Albornoz Fariña sobre el film La flaca Alejandra, que da cuenta del infierno más temido: el encuentro de una sobreviviente con el agente de su delación. De manera más explícita, el trabajo de Alfredo Dillon, que examina el proceso de transposición del relato testimonial del chupadero a la realización de un film, explorando los límites en la representación del horror y los riesgos de un espectáculo sensacionalista. O, en el límite de esta tensión, el trabajo de Cristian Di Renzo, que aborda la más reciente de las películas sobre Malvinas, realizada con apoyo de las Fuerzas Armadas. No menos traumática, pero como un bálsamo estético, la presencia del clásico Hable con ella, de Almodóvar, introduce la cuestión del padre a través de la lectura analítica de Albert Brok. Finalmente, el núcleo conceptual y metodológico que distingue a este número encuentra su punto más logrado en el tratamiento de un trauma habitualmente no pensado como tal: la figura de Dios. ¿Es inocente o culpable de los horrores que pesan sobre la humanidad? En su lectura del excelente film “Juicio a Dios”, Eduardo Laso ofrece una fórmula que resignifica todo el volumen. Cierran este número dos anticipos cinematográficos: Freud en el cine: de lo sublime a lo ridículo, con reseña de Paula Mastandrea y Nazareno Guerra, y Pachamama, el ensayo animado de Juan Antín sobre el trauma del descubrimiento de América, en la pluma de Lucía Amatriain. La muerte y la mutilación a bordo de un tren en México, la guerra de las Malvinas, el horror de la Mansión Seré, la delación en las mazmorras del Chile de Pinochet, la aniquilación de los pueblos originarios, las barracas de los campos de concentración nazi, son los escenarios de estas películas. Frente a las catástrofes que el hombre le hace al hombre en guerras, genocidios y exterminios masivos, el desafío ético-estético del cine es alcanzar una manera justa de expresión, vale decir, ajustada a lo real traumático, y que haga justicia a lo acontecido y a los afectados, contribuyendo así a la memoria colectiva.
NOTAS
[1] El banner de este número, con la imagen de Freud junto a sus hijos vistiendo uniformes militares durante la Primera Guerra Mundial, ilustra esta impronta y permite leer en la filigrana de las páginas que siguen la vigencia de la concepción psicoanalítica del trauma.
[2] Ver al respecto el esclarecedor texto de Carlos Gutiérrez "Autor e intérprete ¿Cómo leer las ficciones testimoniales? Semprún y Alcoba en lengua extranjera", en http://aesthethika.org/IMG/pdf/51-64_gutierrez_autor_e_interprete.pdf
[3] El término “pasador” en el título de esta Editorial es tomado aquí justamente en el sentido de algo que permite cambiar una cosa de estado o de condición (pasar de un estado a otro), y también en el sentido de transmitir o comunicar una propiedad, haciéndola llegar a alguien o a un lugar. Que el arte (el cine, por ejemplo) logre ser pasador de lo real a lo simbólico por vía de lo imaginario implica no tanto las acepciones relativas al “pase” de Lacan y al lugar de “pasador” como aquel analizante que da testimonio del fin de su análisis, sino a la virtud del arte de valerse de recursos sensibles para lograr transmitir una cosa que la sensibilidad inmediata en principio no capta. El objeto de arte deviene un agente comunicador que transmite –por vía de diversos medios como imágenes, sonidos, formas, etc.- algo que ya no es el objeto concreto en sí mismo sino un real no representable directamente sino evocado al sesgo. Al lograr hacerlo, se vuelve “pasador”: logra comunicar y transmitir una dimensión que está más allá de la sensibilidad, paradójicamente por vía de la sensibilidad. Se vuelve un mediador entre un estado o condición irrepresentable y otro estado representable (así, la pintura no apunta a reproducir la realidad, sino a dar a ver lo invisible. Y la música a hacer oír lo inaudito). El arte apela a nuestros sentidos pero para hacerlos trascender, al hacer pasar al campo de la experiencia algo que la experiencia misma no puede en principio captar, pero que la obra de arte logra hacer evocar al espectador.