[pp. 13-25]
Los mundos de Watchmen
Watchmen | Zack Snyder | 2009
Martín Agudelo Ramírez

Universidad Autónoma Latinoamericana, Colombia

martinagramirez@gmail.com

Introducción

El cine de cómics, tradicionalmente, se ha presentado en función del mero entretenimiento, más cercano al público juvenil e infantil; pero, en los últimos veinte años se advierte madurez significativa en su tratamiento. Cada vez más, con los recursos propios del lenguaje audiovisual, nuevas adaptaciones van apareciendo, pensadas en función de numerosas metáforas y símbolos que deben ser descifrados por parte de un público adulto que se viene teniendo en cuenta. Watchmen (2009), film dirigido por Zack Snyder, es un icono de obras bien realizadas en ese sentido.

La película cuenta con un guion bastante sólido, de David Hayter y Alex Tse. La adaptación que se hace de la novela gráfica de 1986, como lo muestra la versión del director, es una gran experiencia estética, con una narrativa muy profunda en la que se abordan numerosos dilemas políticos, morales, jurídicos, religiosos, etc. Sin embargo, el creador de la idea, el escritor inglés Alan Moore, rechazó la inclusión de su nombre en los créditos de la película.

En este trabajo nos centraremos en el cómic, no en la película, que es el documento que aporta la base de la historia. A partir del libro ilustrado es posible comprender el mundo de los vigilantes y reconocer las debilidades y miserias, los anhelos y esperanzas de unos seres que no son tan distintos a nosotros. Encontramos una obra monumental que nos cuestiona sobre las luces y sombras de la condición humana.

1. ¿Qué sentido tienen los vigilantes?

Alan Moore y David Gibbons (1986), en la década de los ochenta del siglo pasado, fracturaron el ideal del superhéroe vigente. Los cómics de superhéroes dejaron de ser como los de antes. El embrujo se había cortado y el público juvenil había desplazado sus intereses hacia otros asuntos. La aparición de Watchmen prometía cautivar, no solo a los desertores de los viejos cómics, sino también a un nuevo público adulto dispuesto a aceptar una nueva escritura más acorde con sus intereses. Un embate en la narrativa e ilustración se abría paso, para ofrecer nueva mirada sobre las relaciones del ser humano consigo mismo, su entorno y lo trascendente; para esto, la mayoría de superhéroes fueron presentados como personajes insanos (Skoble, 2013).

Una revolución literaria se consolidó. El golpe dado por Moore y Gibbons (1986) exigió reescribir sobre los superhéroes, seres partícipes de las debilidades y flaquezas de la condición humana. Watchmen introduce una ruptura definitiva al mostrar a los vigilantes como seres violentos, lascivos y dominados por sus emociones [1]. El espejo de lo más ruin se manifiesta en una obra que logra estremecer al lector. Una obra única puso en evidencia el desencanto que invadió al hombre del siglo XX, amenazado por la hecatombe nuclear, en un mundo que no albergaba espacios para soñar; sus voces así lo confirman: “Llevamos mucho tiempo construyendo un paraíso para terminar encontrándolo repleto de horrores” (p. 140).

Es difícil confiar en los vigilantes. Cuesta aceptarlos. ¿Quién los vigila? El interrogante permite recordar al poeta Juvenal, cuando se burló de los varones que se fiaron en los guardias romanos para que cuidaran a sus mujeres en su ausencia y evitar que les fueran infieles. ¿Cómo asegurar en estos hombres el pudor necesario? ¿Habría que vigilar a esos vigilantes? (Van Ness, 2010).

La lección de Watchmen exigió reconstruir y hacer una deconstrucción del cómic, mirarlo de manera distinta, sin situar a los superhéroes en “reinos fantásticos” (Spanokos, 2009, p. 44). Sentir su miseria resultaba inevitable. Cuando se indaga por las calidades de un miembro del grupo de los vigilantes, el personaje de Búho Nocturno II, uno de los enmascarados de Watchmen, refiriéndose a su compañero “El Comediante”, responde de la siguiente manera: “(…) es toda una mierda cubierta por un disfraz cegador y estrepitoso” (cap. VII, p. 8).

Un cómic interno dentro del cómic central es la propia estructura del cuerpo restante. La armonía entre el todo y cada una de sus partes, y de esa parte con cada una de las historias de los personajes centrales, resulta sorprendente, al poner en evidencia que la vida resulta inseparable de los monstruos que van creando los seres humanos durante su existencia, y frente a los cuales habrá que batallar. Se trata de luchar en medio del abismo. “En realidad, la vida es un infierno, y la mano de la muerte nuestra única salvación” (cap. VIII, p. 25). Hay que lidiar con los propios demonios internos que acechan. Como bien lo presenta la novela gráfica, apropiándose de un aforismo nietzscheano, las miradas se devuelven en medio del abismo. Un sacudón revela un mundo de “ebullición” frente a un hombre acosado por el absurdo y el sinsentido (Skoble, 2013).

2. Un mundo de broma

El Comediante ha muerto”, “a nadie le importa”, salvo a uno de sus compañeros, a Rorschach (cap. I, p. 24). Estas palabras, del primer número de Watchmen, interpelan y despiertan un interés significativo. ¿Quién es el vigilante que tanto le interesa a Rorschach? ¿Por qué a nadie le importa memorar a un ser que se burlaba de las flaquezas presentes en sus propios compañeros?

El Comediante, Edward Blake, es un hombre que, según Rorschach, tenía “una personalidad arrolladora”; “no le importaba lo que la gente pensara de él”; “nunca cedía”; de todos los enmascarados era quien “mejor lo entendía todo, el mundo, la gente, la sociedad y lo que ocurre” (cap. VI, p. 15). Es bastante incómodo sentirse desnudo delante de un hombre cínico que está dispuesto enrostrar las debilidades y las miserias de unos seres frente a los que no cabe esperar nada bueno.

El personaje de Blake parodia con el propósito de poner en jaque al estado moderno. Los miedos, desde la mirada de Blake, crearon un estado sin los mejores resultados y que está descompuesto por la corrupción. El estado, tal como es pensado por Hobbes, es cuestionado. Las pasiones son las que mueven a un ente que se desfigura y que no tiene el poder suficiente para desplazar la amenaza de tanto horror que se cierne sobre la Tierra. ¡No hay redención! Sin embargo, es posible seguir existiendo en medio del absurdo; no importa que se conciba al ser humano, siguiendo al pensador del Leviatán, como un ser naturalmente malo, como un auténtico lobo (Hobbes, 1994).

Blake asume la mirada hobbesiana de comprender el miedo como la razón de creación de un ente lo suficientemente fuerte para dar la seguridad personal que los individuos necesiten. El vigilante se ríe del pacto político que crea el estado para el que trabaja y termina por menospreciar las libertades individuales. La parodia, desde la cínica mirada de Moore, resulta demoledora. El Comediante se burla de la tragedia presente en seres salvajes y egoístas, dominados por el deseo, sin un dios que los vigile, y que, pese a que tengan un estado hercúleo, nunca saldrán de su postración moral.

Blake combate a todos aquellos que se opongan a la causa del Leviatán, conminándoles a que vuelvan “a sus madrigueras” (cap. II, p. 16). El estado se sirve del Comediante para apaciguar a unos seres malagradecidos; no importa que en la ejecución de su labor se sacrifiquen civiles inocentes. Los vigilantes, para Blake, son “la única medida de protección que tiene la sociedad”, y como se lo expresa a Búho Nocturno II, todos ellos están llamados a resguardar a los seres humanos “de ellos mismos” (cap. II, pp. 17-18). No obstante, el estado no podrá hacer su tarea de manera perfecta. El quiebre es total. Por más fuerte que sea el estado, la condición humana es tan salvaje que nunca será posible doblegarla. ¡Sólo queda el miedo!

La ambivalencia sobresale. Si bien el vigilante pugna dentro del estado contra sus enemigos para amparar a los individuos, reconoce que no vale la pena luchar por unos seres malagradecidos y embusteros que conducen al mundo hacia el holocausto; se lo dice a sus compañeros al expresarles: “No importa una mierda porque, dentro de 30 años, las armas nucleares van a volar como escarabajos.” (cap. II, p. 11).

A una condena bastante agónica nos sentencia Blake. El vigilante sabe que el siglo XX no mostró el mejor rostro del hombre y, por esto, lo único que puede esperarse de todo este sinsentido son guerras, holocaustos, hambrunas, genocidios, etc. Un desencanto nihilista, en el que no caben los principios morales, se hace manifiesto. Blake participa de la maldición de la estirpe humana; a él sólo le importa su autocuidado y hará lo posible por sobrevivir. El Comediante también dará cuenta de su mezquindad y extrema crueldad, como cuando mata a la vietnamita que le reclama por querer abandonarla y que le corta su cara (cap. II, pp. 14-15).

Aunque Blake vigila, el vigilante sabe que el estado perdió su norte en un mundo dominado por “la locura” y “la carnicería sin sentido”. Blake “lo entiende perfectamente”, pero “no le importa” (cap. IV, p. 19). Un egoísta moral se sonríe sin importar lo que otros piensen de él. Si se quiere seguir existiendo, vale más reír que llorar. Una tragicomedia; como lo expone Rorschach, Blake “vio el verdadero rostro del siglo XX y decidió convertirse en un reflejo, en una parodia de él. Nadie más que él consideró el chiste; por eso estaba solo” (cap. II, p. 27).

El Comediante trata de ver siempre “el lado divertido” (cap. II, p. 18); la historia de los seres humanos, para el vigilante, resulta graciosa. Es preferible reír a llorar, y la ironía habrá de ser la posibilidad más clara de continuar existiendo. Para él: “Es una broma. Todo es una broma” (cap. II, p. 22). El humor se desacraliza. Es por esto que el Comediante no tiene recato alguno al reírse del sueño americano, sin importar que trabaja para un estado propagador de falsas quimeras (cap. II, p. 18).

En medio del absurdo, la parodia resulta terapéutica. Para hacerla, con éxito, resulta imprescindible renunciar a la cordura. Blake intenta ser como un médico tratante y reír como lo hace el gran payaso Pagliacci (cap. II, p. 27). Un asesino se carcajea, sin importar que la amenaza de ruina ronde por todo lado. Un buen ironista puede apreciarse que, como lo señala Kukkonen (2009):

cree en su propia superioridad: él solo tiene todas las respuestas, sólo él puede ver a través de la farsa, mientras que el resto del mundo es ciego (…) el Comediante cree que todo el mundo es un escenario para los tontos que piensan que están jugando a ser héroes. (pp. 199-200)

En sus postrimerías, el ironista termina por llorar su propia tragedia; su actuar es incompatible con la mirada utópica y las acciones de su compañero Adrian Veidt (Ozymandias). Una tremenda monstruosidad se avecina y el gran bromista no puede soportarlo; derramará lágrimas y actuará. En sus días finales, sin contar con su máscara, Blake llora delante de uno de sus villanos contrincantes, Edgar Jacobi (Moloch); la fortaleza del Comediante se derrumba, en medio de un acto de extrema debilidad. “Oh, Mother. Oh, forgive me. Forgive me, forgive me…” (cap. II, p. 23)

3. Un mundo en blanco y negro

Dejemos al Comediante y a continuación estudiemos la personalidad y el actuar de otro vigilante; el único que, por cierto, como amigo, se interesó por las causas de la muerte de Blake. Nos referimos a Rorschach, que en el cómic es presentado como un hombre enigmático y con un pasado turbulento, un ser preocupado por la coherencia en la aplicación de reglas de corrección de nuestras acciones y definiciones de dilemas morales.

Un vigilante con máscara se hace visible para juzgar todo acto que no acoja el código de moralidad que estima como necesario para vivir bien. Rorschach es un hombre radical y vanidoso, que no admite los matices morales y que rechaza su pasado de debilidades e indecisiones. Se trata de un ser extraño que usa una máscara, un artificio que le da la valía para luchar contra el crimen y combatir en una sociedad que le provoca asco y náuseas. Es un vigilante que busca posicionarse en un mundo de penumbras que se ha sumido en la postración moral; para esto, él huye de Walter Kovacs, el hombre que fue anteriormente.

El enmascarado ha visto el “verdadero rostro” de una ciudad carcomida por la ruina moral, cuyas “calles son extensas cunetas y las canaletas están llenas de sangre”. En su diario (12 de octubre de 1985) lo deja consignado claramente. Por esto, pretende huir de sus demonios y situarse por encima de la “inmundicia acumulada del sexo y asesinato”. Rorschach no quiere abismarse en una urbe perdida, en una ciudad en la que los precursores de mundos mejores, como los liberales y los comunistas, no han evitado sus grandes males. Es “demasiado tarde” y el diagnóstico del vigilante es bien pesimista: “Ahora el mundo entero está al borde del caos, mirando fijamente hacia abajo, hacia el infierno sangriento, con todos esos liberales y charlatanes” (cap. I, p. 1).

Rorschach no concibe tonalidades grises en materia moral, ya que su apuesta son los valores morales absolutos. El vigilante es dualista, por cuanto piensa que el mundo está regido por dos límites que pueden conocerse, “porque existe el bien y existe el mal, y el mal debe ser castigado” (cap. I. p. 24). Conocer el bien y estar de su lado es motivo suficiente para el enmascarado se crea legitimado para corregir el mal y eliminarlo (cap. XI, p. 9). No obstante, reconocer a Rorschach no es tarea fácil. Numerosas interpretaciones surgen cuando se pretende comprenderlo. Malcom Long, el psicoanalista que le visita en la prisión, piensa que Rorschach es una “personalidad ficticia, una fantasía poco saludable” (cap. VI, p. 8). Seguir las huellas de Rorschach exige penetrar en sus orígenes. La infancia de Walter Kovacs fue traumática; la relación trágica con una madre prostituta fue decisiva en su misoginia y sus futuras aversiones frente al sexo.

Desde temprana edad, Walter Kovacs sintió el lastre de un mundo negro que le rodeaba, y que anhelaba desplazarlo. El asesinato de Kitty Genovese, en 1964, fue determinante para que su asco le impulsara a cometer acciones justicieras. ¡Vergüenza! Ese fue el motivo para abandonar a un hombre que ya no quería, que poco había hecho para diezmar el crimen. Kovacs usa un artefacto que le cambia su identidad y con el que reafirma su visión del mundo desde lo blanco y lo negro, sin matices.

El uso de la máscara significó un cambio profundo. Es la cara de Rorschach. No hay otra. El vigilante se la había hecho cuando se enteró del asesinato de Kitty; se hizo una “cara que pudiera soportar ver en el espejo” (cap. VI, p. 10). La máscara es un paso decisivo para que Rorschach sea el "verdadero yo" y Kovacs un "disfraz" (cap. V, p. 18). Pero se necesitaba de algo más: inicialmente, cuando se hizo la máscara, el vigilante seguía siendo “Kovacs fingiendo ser Rorschach”; “ser Rorschach exige cierta perspectiva” (cap. VI, p. 14). Para convertirse en un auténtico vengador, un juez implacable, debió pasar por una experiencia que lo marcó para siempre, como descubrir el atroz asesinato de Blaire Roche, una niña de seis años. El vigilante no está interesado en encarnar el espíritu del superhéroe tradicional. Luego de enterarse de lo sucedido a la niña y después de hacer uso del hacha con la que sacrificó a dos perros que devoraban un hueso de la menor, “la fuerza del impacto le recorrió todo el cuerpo”, y así “fue Kovacs quien cerró los ojos” y luego “fue Rorschach quien los abrió” (cap. VI, p. 21).

Rorschach tiene claro que máscara y perspectiva son compañeras inseparables, necesarias para dar muerte al hombre ingenuo que moraba en él y dar vida a un ser oscuro sin esperanza. Eso sí, la máscara es fundamental para definir la identidad del vigilante; por esto, cuando le tienden una trampa y es capturado por la policía, su voz clama por su cara, desde lo más hondo de su interior; pide que se la devuelvan: “No! My face! Give it back”. Quitarse su máscara solo da paso a Walter Kovacs, a un “feo don nadie” (cap. V, p. 28).

El nihilismo forja el hastío total de un hombre que, paradójicamente, es un escrupuloso moral que no escapa del prejuicio moderno de reconocerse y entender a los otros como individuos. Rorschach está atrapado en un profundo abismo: “Vivimos nuestras vidas porque no tenemos nada que hacer. Nos inventamos una razón después. Nacemos del olvido. Tenemos hijos que están condenados al infierno como nosotros; volvemos al individuo” (cap. VI, p. 26).

El vigilante se arroja hacia un mundo en el que no hay espacio para los dioses. El mundo “no es algo formado por vagas fuerzas metafísicas”; está vacío de moral. Para él, “somos nosotros”, “solo nosotros” los responsables. “No es Dios quien mata a los niños. No es el destino el que los descuartiza, ni el destino el que alimenta a los perros.” Sin embargo, Rorschach actúa como justiciero en defensa de un código que tiene reglas sobre lo que es blanco y correcto. ¿Cómo hacer para llenar ese vacío en el que las fantasías han sido destruidas? Difícil lograrlo, pero el vacío agnóstico no es óbice para luchar contra el crimen; hacerlo es una obligación. La voz de Rorschach es bien reveladora: “Las calles apestaban a fuego. El vacío respiraba con fuerza en mi corazón. Convertía en hielo sus ilusiones, las hacía pedazos. Entonces renací. Era libre para trazar su propio diseño sobre este mundo vacío de moral. Era Rorschach.” (cap. VI, p. 26).

El celo de Rorschach por la justicia es excesivo. El enmascarado no se siente capaz de representar a la sociedad, ya que la desprecia luego de ver su lado más oscuro; la juzga castigando sin esperar intervención institucional. El vigilante considera que hay muchas personas que “merecen el justo castigo” y que para ello hay “poco tiempo” (cap. I, p. 24). Para lograr sus propósitos, el enmascarado se margina del estado; no tiene ninguna pretensión de trabajar para una institucionalidad que no asume sus tareas de castigar el delito, que no hace bien su labor punitiva.

El vigilante se convierte en un juez implacable, desprovisto de recato para aplicar las penas con criterios de igualdad, como lo dejó claro asentar un cartel con la palabra “nunca" en el cuerpo de un violador muerto y que estaba fuera de la jefatura de policía. Para Rorschach, aunque el estado debiera vengar celosamente las faltas del delincuente, cometidas en ejercicio de su libertad, no hace bien su tarea y, por esto, no tiene sentido entregar los criminales a la policía.

El enmascarado emprende una misión que el estado olvidó, la de castigar retributivamente. Los delincuentes “deben ser castigados por ninguna otra razón que por haber hecho mal; ellos lo merecen” (Held, 2009, p. 20). Se confronta una mirada justiciera que hunde sus raíces en la ley mosaica, específicamente en la Ley del Talión, tal como lo enseña el Deuteronomio 19,17-21. El castigo debe ser retributivo, proporcional a la falta; “ojo por ojo, diente por diente”. Rorschach apela a un código estricto, por el que retribuir es una prioridad, debiéndose juzgar con base en unas máximas radicales.

El influjo kantiano en la posición del vigilante es ostensible. Para el filósofo de Königsberg, la retribución es un valor absoluto; impone que el castigo se ajuste de forma equivalente al crimen cometido por cualquier persona que sea capaz de decidir entre el bien o el mal. La idea del ser humano como un agente con dignidad, como un fin en sí mismo, permite considerar que la imposición de la pena no puede instrumentalizar al sujeto de la moralidad. Lo que importa es que se atienda al “principio de igualdad (en la posición del fiel de la balanza de la justicia): no inclinarse más hacia un lado que hacia otro”. Una justicia pública prioriza la ley del talión (ius talionis), única que “puede ofrecer con seguridad la cualidad y cantidad del castigo, pero bien entendido que en el seno de un tribunal (no en tu juicio privado)" (Kant, 1993, p. 168). La equivalencia cuando hay un asesinato exige que el que cometa el crimen tenga que morir, como lo enseña Kant. No hay posibilidad para el consecuencialismo. “No existe equivalencia entre una vida, por penosa que sea, y la muerte, por tanto, tampoco hay igualdad entre el crimen y la represalia, si no es matando al culpable por disposición judicial…” (Kant, 1993, p. 168).

Para Kant (1993) ni el bienestar social en razón de la utilidad del grupo, ni la resocialización del delincuente, pueden ser criterios para la fijación de la pena. Las razones del imperativo categórico son las únicas que pueden justificar un buen actuar a la hora de sancionar. Los delincuentes son personas, agentes de moralidad, sin que la justicia privada pueda imponerles la pena. El estado es el único llamado a castigar a todo aquel que en ejercicio de la libertad opte por el crimen.

Hay vecindades entre el enmascarado y el filósofo prusiano, al concebir la pena como retribución al crimen cometido, pero la distancia también es manifiesta. El vengador del cómic está en la ilegalidad; se aparta de la justicia pública estatal, mientras que para Kant el uso de la potestad punitiva debe provenir del estado. El vigilante muestra a un ser oscuro, que obra al margen del estado para sembrar terror. Rorschach es como un paramilitar, a quien no le importa el respeto de derechos mínimos de quienes han cometido delitos abominables y que han irrespetado los derechos de sus víctimas (Held, 2009). La redistribución resulta radical, porque el vigilante no actúa dentro de un esquema deóntico humanista, sino que obedece al impulso más básico de acción-reacción; se apela a la venganza como una reacción auxiliada por el odio y la memoria.

Uno de los momentos cumbres de la novela gráfica es el enfrentamiento entre Rorschach y Ozymandias. El rechazo de aquel a los argumentos utilitarios de este es total. Veidt busca salvar el mundo a costa del sacrificio de millones de neoyorkinos, mientras que Rorschach actúa kantianamente, sin sentirse responsable por las consecuencias. Siguiendo a Kant, hay un principio básico por el que Rorschach está dispuesto a inmolarse: los seres humanos deben ser tratados como “un fin y nunca como un medio” (Kant, 1990, pp. 114-116), tal como lo plantea la segunda fórmula propia del imperativo categórico, sin que sea dable instrumentalizarlos para consolidar un bien mayor. Rorschach prefiere sacrificar su vida, ya que no quiere vivir en un mundo en el que imperen las reglas de Ozymandias. Es mejor decir la verdad sin importar los costos. Sin embargo, la acción de Rorschach es muy discutible por cuanto “aunque tiene el deber de no mentir, no tiene el deber de decir la verdad” (Nuttall, 2009, p. 96).

Son varias las cuestiones que surgen cuando se evalúa el asunto. ¿Por qué no callar? El daño está hecho. ¿Por qué obligarse a decir la verdad a sabiendas de causar un daño? ¿El deber de no mentir, si se siguiera el principio humanidad, exige el deber de decir la verdad? ¿No se requiere un juicio previo que imponga prudencia y responsabilidad? Rorschach juzga con el asco que siente de morar en un mundo atrapado por el fango; su visión maniquea de mirar en blanco y negro sucumbe en varias ocasiones. No se salva de la incoherencia, contra la que tanto luchó. [2] Su enfrentamiento con Espectro de Seda II, cuando esta le reclama por su indiferencia frente al intento de agresión del Comediante a su madre, da cuenta de ese desdoble. Laurie cuestiona la lasitud del enmascarado, lo que no se espera de un hombre que ha sido tan duro frente al crimen. En palabras de la mujer cabe cuestionar la aquiescencia de Rorschach: “¿Una debilidad? ¿Un lapsus moral?” (cap. I, p. 21).

Los monstruos de Rorschach sobresalen de bulto. El hecho de querer trabajar por fuera del estado y de adoptar una actitud justiciera adecuada a sus propios códigos de conducta, trae aparejado numerosos problemas. ¿En qué quedan los derechos individuales, como el derecho a un juicio justo (debido proceso)? En sentir del enmascarado son un desatino; son un estorbo para sus planes. Al vigilante no le importa acudir a métodos violentos para obtener información.

Rorschach se sumerge en un universo de sombras, se sume en un abismo en el que sus códigos binarios se pierden. No hay ilusión; ya no la había para cuando mata y quema al asesino de Blaire Roche llamándole perro. Una verdadera transformación se estaba dando en el vigilante, mientras miraba el cielo a través del humo pesado de grasa humana y sin que haya podido encontrar a Dios (cap. VI, pp. 25-26). La actitud justiciera del vigilante ha terminado por cegarlo, lo mismo sucedió con el protagonista del cómic interno del Carguero Negro, que se desarrolla al interior de la novela gráfica; nos referimos al náufrago que sucumbe frente a sus demonios internos, que no pudo vencer el gran monstruo que habitaba en él. (cap. X, pp. 12-13)

Un vacío agobiante queda al final. Así lo relaciona el médico tratante de Rorschach. “El horror es este: al final no es más que un dibujo de una negrura vacía y sin sentido. Estamos a solas. No hay nada más.” (cap. VI, p. 28). Rorschach ha luchado en contra de sus propios monstruos, y parece que ha perdido la batalla final. No ha podido confrontar su mirada. Un aforismo nietzscheano ha sentenciado al vigilante: “No luches contra monstruos, a no ser que te conviertas en monstruo, y si miras al abismo, el abismo te devuelve la mirada.” (cap. VI, p. 28).

4. Un mundo diseñado por un relojero

Manhattan, un superhéroe sin máscara y sin antifaz, es un ser dotado de extrema inteligencia y que cuenta con poderes excepcionales, como los de transformar la materia y percibir el tiempo como un conjunto. El ser azulado de los Watchmen cuenta con capacidad para ver un sinnúmero de mundos y contemplar la pequeñez del ser humano en medio de la grandeza del Universo. En el cómic, el pueblo lo compara inicialmente con un “superhombre”, motivo de orgullo estadounidense; es “americano” (cap. IV, p. 13).

Lo orígenes de Manhattan se remontan a un accidente que Jonathan Osterman, un científico brillante y prometedor, sufrió en su laboratorio; el incidente le cambió su vida luego de la desintegración de su cuerpo. Antes de la tragedia, Jonathan era un hombre amante de la ciencia, pero apasionado, que nunca olvidó el oficio de relojero de su padre; no renunciaba a los pequeños detalles que le permitían reconocer una vida llena de placeres sublimes y por los que valía la pena vivir; baste recordar la experiencia que tuvo al cruzar sus dedos con los de una mujer que le pasa “una cerveza fría y mojada” (cap. IV, p. 5).

Osterman era una persona que amaba y que reivindicaba el papel de las emociones; sin embargo, la desventura llegó a su vida. Por culpa del accidente, mutó hacia un ser diferente: Manhattan aparecía en escena y Osterman moría; el cambio era definitivo, aunque un resto de su pasado seguía en él; el amor por el oficio de relojero fue el legado de su padre para siempre. Ahora solo queda Manhattan y la admiración por el engranaje perfecto de las piezas del reloj se hace presente para seguir interpretando el Universo (cap. IV, p. 3).

Si bien Manhattan no cree en ningún dios y no se considera como tal (cap. IV, p. 11), ha llegado para hacerse sentir a los seres humanos que están bajo su sombra. Llega con todos los poderes presentes en esta nueva etapa de su vida, siendo el más destacado de ellos ver el tiempo como una unidad (cap. IX, p. 6). Sin embargo, no puede evitar el futuro, porque para él está sucediendo (cap. IV, p. 16). Manhattan entra a actuar en un mundo que no comprende bien; un mundo en el que encuentra que la vida humana está demasiada sobrevalorada (cap. IX, p. 13); al menos, para el superhéroe “un cuerpo vivo y un cuerpo muerto contienen el mismo número de partículas”, vida y muerte “son conceptos abstractos incuantificables” (cap. I, p. 21).

La dificultad que tiene Manhattan para relacionarse con los seres humanos es enorme. Tenemos a un ser bastante incomprendido y percibido como una amenaza luego de desvanecerse la expectativa que el pueblo tenía hacia él: “Miradle. Mirad a ese monstruo que está contra Dios.” (cap. IV, p. 22) Cierto influjo estoicista se aprecia en un ser que desconfía de cualquier sentimiento que provoque una percepción falaz del mundo y que estropee la capacidad de juicio. Mientras permanece en el mundo de los humanos, Manhattan toma distancia frente a unos seres que considera como “marionetas” y piensa que tiene la capacidad para “ver los hilos” de los que penden los seres vivientes (cap. IX, p. 5). Es una especie de “Deus ex machina” (cap. VIII, p. 23).

Para Manhattan, vale más contemplar una maravilla portentosa como el universo que ocuparse de los conflictos humanos; no importan las desarmonías provenientes de la violencia generada por las fuerzas de la naturaleza. Lo que más interesa es ser buen observador; el superhéroe tiene las condiciones para serlo, ya que puede ver las cuerdas con las que se mueve todo el interior de la magnificencia que aprecia: “Soy capaz de leer los átomos… Veo el antiguo espectáculo que dio origen a esas piedras. A su lado, la vida de los seres humanos es corta y mundana” (cap. IX, p. 17).

Manhattan carece de emociones para formular juicios morales adecuados; sin embargo, está rodeado de seres con vida y con sentimientos. Desde su mirada no vale la pena detenerse a pensar en los dilemas morales de unos seres tan complejos como los humanos. Las emociones son las que sumen a hombres y mujeres en incoherencias constantes, el doctor Manhattan dice carecer de ellas; por esto, es inviable la formulación de principios objetivos para arribar a las mejores soluciones. Esta posición permite recordar los postulados de Hume, para quien lo bueno o lo malo depende del punto de vista que se asuma desde los sentimientos.

Cuando se cavila en el universo como un reloj, es posible pensar en su artífice o diseñador; por esto, a partir de Manhattan, puede establecerse una comparación entre relojero y Dios. La observación del relojero resulta definitiva para resolver los grandes problemas de la humanidad, como bien lo predijo Einstein, por cuanto “la liberación de la energía atómica lo ha cambiado todo, excepto nuestra manera de pensar.” (cap. IV, p. 28) Eso sí, se hace necesario observar mirando el mundo como lo hace un niño, sin perder el desinterés ante tanta maravilla (cap. IX, p. 27).

La metáfora del maestro relojero tiene un significado profundo desde de la mirada de Manhattan, pudiéndose considerar los conocidos argumentos teológicos para probar la existencia de un artífice superior. La pregunta por Dios se abre paso al pensar en la existencia de una gran inteligencia creadora. Las tesis de William Pale cobran interés significativo al concebirse que un diseño tan perfecto, parecido al reloj de bolsillo, tiene un creador; no es resultado del azar. Es imposible cavilar en que algo tan asombroso no haya sido producto de un ente demasiado inteligente y no humano. Dios es el artífice-relojero de un universo en el que se engranan y ensamblan sus piezas de manera perfecta.

Ese “argumento del diseño” se encuentra muy vinculado con la visión de Leibniz; se considera la existencia de Dios, gran diseñador que sostiene el Universo, un enorme engranaje que funciona como las piezas de un reloj. Dios crea el mundo y por medio de leyes universales que diseña hace que se mueva armónicamente. No obstante, en el cómic, Manhattan manifiesta sus dudas sobre la existencia de ese creador. “Posiblemente el mundo no fue hecho. Quizá nada sea creado. Posiblemente esté ahí, lo haya estado y lo siga estando siempre… Un reloj sin artífice.” (cap. IV, p. 28)

Inevitable la confusión cuando se pregunta de dónde y por qué el cosmos. Si se contesta indicando que viene de un gran diseñador, resulta ineludible indagar por la procedencia de Dios. Hay quienes piensan que es imposible responder y que resulta inútil seguir indagando. Ahora bien, si se opta por considerar la existencia de Dios, puede preguntarse ¿qué papel le cabe a esa inteligencia creadora luego de crear un diseño tan perfecto? En la perspectiva de Manhattan no es viable pensar en una intervención. El artífice no actúa en los asuntos humanos; el relojero solo da la cuerda. Los seres humanos, aunque se conciben como creados, hacen parte de un engranaje.

Un nuevo problema se avizora: el de la libertad y son numerosas las preguntas: ¿Hasta dónde nuestras acciones pueden cambiar un plan trazado de antemano? ¿Qué hubiese pasado con el rumbo de las cosas sin mí o sin determinadas personas? ¿Cómo puedo imputar responsabilidades en medio de los acontecimientos de la vida? ¿Qué imagen de Dios puede ser compatible con el libre albedrío? No se descarta la ausencia del artífice. “Quizá el mundo no sea creado. Talvez nada hecho. Quizá simplemente esté ahí, lo haya estado y lo siga estando siempre… Un reloj sin artífice” (cap. IV, p. 27).

Una consideración sobre un dios omnisciente y omnipresente genera numerosos problemas a la hora de entender el libre albedrío, por cuanto hace manifiesto el fatalismo. Por cierto, Manhattan estima que todo está predeterminado. [3] Si esto se entiende en esta dirección, Dios lo sabe todo y conoce por anticipado lo que pasará en el futuro a cada uno de nosotros. Entonces, ¿cómo definir la libertad en este escenario?

Hay un determinismo que hace depender lo habido a unas causas y fines. La voluntad termina involucrada en el diseño de unas reglas de precedencia que se imponen. Una de las variables de esa concepción determinista ha sido evaluada en los ámbitos moral y religioso, como lo predica la doctrina de la predestinación. Se piensa que Dios está por fuera de las coordenadas del tiempo; pero, ahí no queda todo cuando se asegura que el conocimiento de Dios abarca las decisiones reales que se toman y las que pudieron haberse tomado.

La pregunta por el ejercicio de la libertad y el papel que le corresponde a quien crea el mundo es ineludible. Llama la atención que Manhattan solo crea en milagros cuánticos; pero, luego de su diálogo con Espectro de Seda (Júpiter), replantea su posición y considera que la vida es un milagro. Si bien piensa que "la vida humana es breve y mundana", y que se trata de "fenómeno altamente sobrestimado", las lágrimas de Laurie lo hacen reaccionar; reconoce que su vida es uno de los “milagros termodinámicos”, esto es, “eventos con probabilidades infinitesimales de suceder que son prácticamente imposibles, como que el oxígeno se convierta espontáneamente en oro”. Según Manhattan: “Destilar una forma tan específica, a partir de ese caos de improbabilidades, se parece a convertir el aire en oro… Es la cima de la improbabilidad.” (cap. IX, pp. 26-27).

Manhattan comprende que la vida humana es producto de un milagro; pero, al final de la historia, estima que no es conveniente involucrarse. El superhéroe se contrae frente a los acontecimientos y las contradicciones insuperables de la condición humana. Por esto se va. La Tierra no es su mundo; es mejor ver desde fuera que quedarse compartiendo con seres paradojales e inexpugnables. En otro planeta, sin complicarse, podrá crear vida.

5. Un mundo sin principios morales

Uno de los vigilantes es el hombre más inteligente del mundo. Es un hombre de personalidad fuerte y engreído que busca colonizar los espíritus débiles. Nos referimos a Ozymandias; un villano en el universo de Moore, que pone en jaque a sus compañeros y que, paradójicamente, busca redimir a la humanidad de sus miserias. Antes de convertirse en superhéroe, había adoptado “el nombre griego de Ramsés y el estilo de saqueador de Alejandro”; buscó “aplicar las enseñanzas antiguas al mundo actual” e inició su “camino hacia la conquista” de lo que estimaba como los males que asedian al mundo (cap. XI, p. 11).

Por las restricciones y proscripciones impuestas a la actividad de los superhéroes por la Ley Keene, Ozymandias debió acatar su contenido y abandonar el grupo de los vigilantes. Como Adrian Veidt emprende un negocio exitoso; pero, nunca olvidó la meta de hacer algo grandioso en beneficio de la humanidad. La ley de prohibición de vigilantes no lo desvió de su firme objetivo. Según Veidt, si antes se había dedicado a “poner fin a la injusticia destruyendo las organizaciones criminales”, ahora era más importante tener otras prioridades como la libertad mundial. Encuentra una oportunidad que, a su juicio, lo situaría en la gloria. Ante el riesgo que se cernía sobre la vida humana, debido a la amenaza de destrucción nuclear, Ozymandias fragua un plan para favorecer supuestamente a miles de millones de personas.

La crispación en la década de los ochenta del siglo pasado, en la que los seres humanos se sumían, hacía pensar en que el fin de la Tierra era inevitable. El “espectro de un apocalipsis accidental estaba cada vez más cerca”; el peligro era inminente, “dadas las posibilidades matemáticas de la situación, tarde o temprano el conflicto sería inevitable”. Mediante una hazaña grandiosa podía evitarse ese fin. El panorama no era alentador y había que actuar; de no hacerlo, “el presente del planeta terminaría; su futuro inmensurablemente más vasto también se desvanecería; incluso nuestro pasado quedaría cancelado”. Era urgente una “solución práctica”, más allá de las “soluciones convencionales” (cap. XI, p. 21, 22, 25).

En el clímax de la novela gráfica, Ozymandias se presenta como un megalómano que pone en marcha un plan infausto de sacrificio de vidas humanas, justificado en criterios utilitaristas. Mata a tres millones de personas, habitantes de Nueva York, con el propósito de salvar a miles de millones de seres humanos que pudieron haber muerto en una hecatombe nuclear; miente sobre un falso ataque extraterrestre. Los seres humanos son “engañados” y “asustados” para salvarles; es “la más grande broma de la historia” (cap. XI, p. 24). Ese el “chiste”, con el que el hombre más inteligente doblega al gran bromista y el Comediante no pudo soportarlo. En el film, el presuntuoso hombre hace creer que Manhattan es el responsable de los ataques que mataron millones de personas.

No importa mentir, no interesa matar; lo decisivo son las consecuencias de nuestros actos. Ozymandias prefiere asegurar la supervivencia humana y, para esto, basta calcular, en razón costos y beneficios. Unos son sacrificados para que muchos vivan. La prioridad es luchar por “un mundo más fuerte y feliz” (cap. XII, p. 6).

Desde la mirada de Ozymandias no importa instrumentalizar cuando se quiere el bienestar de muchos. En este sentido nos preguntamos sobre cómo calificar moralmente este tipo de acciones de cálculo que tienden a promover la felicidad. La respuesta puede establecerse con la doctrina utilitarista. No se olvide que su fundador, Jeremy Bentham (1988), rechazaba cualquier consideración del ser humano como agente racional dotado de un valor absoluto de dignidad; basta que a los seres humanos por igual se les quiera hacer felices (Loftis, 2009).

La solución de Ozymandias causa escozor; es difícil aceptar que el hombre más inteligente del mundo tenga claro lo que es felicidad. Para Bentham, los actos realizados en nombre de un cálculo hedonista son los que deben importar, todos ellos direccionados por las consecuencias. Ozymandias logra ejecutar su plan y los demás vigilantes no pueden evitarlo. Su manifestación de triunfo es manifiesta: “I did it!” (“¡Lo hice!”). Al fin, ya no hay amenaza de hecatombe, por cuanto, según su parecer “todos los países están unidos y en paz” (cap. XII, p. 19). No obstante, nos preguntamos hasta dónde valió la pena matar a millones de seres humanos para salvar a miles de millones de personas. No hay garantía definitiva para la concordia y la paz futuras entre los seres humanos.

La doctrina utilitarista y sus versiones [4] deben evaluarse con detenimiento. El propósito de maximizar la felicidad, como lo procura Ozymandias, desatendiendo el propio hábito o la virtud de la compasión, confunde. Lo que está en juego es la corrección en la tarea de emprender acciones en función de consecuencias. Moore y Gibbons desnudan la pretensión del vigilante. Un hombre presumido acude a actos de extrema crueldad inmolando a millones de personas. A Ozymandias no le importó consultar si los individuos que iba a sacrificar estaban dispuestos a morir para salvar la Tierra. La apuesta de Veidt deviene de un mesianismo utilitarista que no pudo diferenciar la felicidad de la salvación; el resultado es fatal. Así las cosas, el cálculo utilitarista es cuestionable cuando la amenaza a la felicidad es irreal, una mera invención del mesías.

Los derechos humanos individuales no estuvieron en la agenda de Veidt. Desde una versión utilitarista como la ofrecida por John Stuart Mill (1984), Ozymandias no supera la prueba. El bien mayor no puede estar en contra de la voluntad de los individuos sacrificando sus libertades básicas; con mayor razón cuando continúan los riesgos de una catástrofe nuclear.

La experiencia demuestra que los individuos y las sociedades que reconocen los derechos tienen más probabilidades de maximizar la felicidad que los que no lo hacen. Si Veidt hubiera sido un utilitarista real, lo habría reconocido y habría adoptado reglas más estrictas sobre matar a la gente. (Loftis, 2009, p. 68)

En estas condiciones, a partir de John Stuart Mill (1984), no es posible estar conforme con el plan de Ozymandias. Los cálculos utilitaristas no pueden desconocer las libertades individuales; hay que intentar su salvaguarda a corto plazo y evaluar las probabilidades que se tienen de obtener un bienestar duradero que justifique el sacrificio de algunos individuos.

Watchmen revela el fracaso de la pretensión de Ozymandias. Veidt le pregunta a Manhattan: "Jon, antes de que te vayas… Hice lo correcto, ¿no? Todo funcionó en el final." Manhattan le manifiesta: "En el fin nada termina, Adrian. Nada termina nunca” (cap. XII, p. 27). Pero, ahí no concluye todo. Ozymandias pretende comprometer a sus compañeros; salvo Rorschach, los demás asienten. Según el hombre más inteligente del mundo, para mantener la convivencia global, no tiene sentido delatarlo. La cuestión que plantea el villano resulta demoledora: “¿Revelaréis mi secreto y estropearéis la paz por la que han muerto millones de personas?... Moralmente estáis en jaque mate, como Blake” (cap. XII, p. 20). Entretanto, Rorschach resiste. No cree que pueda callarse por ocurrir un mal necesario. No hay espacio para Rorschach; solo cabe la utopía de Veidt (cap. XII, p. 24).

6. Un mundo humano, demasiado humano

Búho Nocturno II (Dan Dreiberg) y Espectro de Seda II (Laurie Juspeczyk) son los vigilantes que mejor expresan nuestros miedos, incoherencias y falta de definiciones. Son seres que tienden al autocuidado en un mundo que reconocen como un lugar cruel, pero que es el único sitio en el que pueden morar. La Tierra es el único lugar que les pertenece y harán todo lo posible para encontrar su mejor rostro y habitarlo. Estos watchmen son tan distintos a los demás del grupo, pero tan cercanos a nosotros. No quieren sentirse solos. Ambos sueñan y quieren tener a su lado un ser que les ame y les proteja, como lo muestra la viñeta en la que Dan, mientras yace en la cama intentando dormir, piensa en Laurie; Dan desea estar con ella, aunque es impotente para comunicarle sus sentimientos. “Hell and damnation” (cap. V, p. 19).

Dan y Laurie nos devuelven sus rostros. Son nuestros gemelos; no importa que no sean tan fuertes y tan inteligentes como los demás watchmen. Lo definitivo es que tienen toda la capacidad para cuestionar, criticar y arriesgar, sin dejar de lado sus sentimientos. Las incoherencias son constantes en sus vidas. Son unos verdaderos caminantes de laberintos, que avanzan y retroceden en su esfuerzo de encontrar salidas, conscientes de sus errores y con una enorme capacidad para rectificar.

Tanto Búho Nocturno II como Espectro de Seda II creen en el sueño americano, en la justicia y en la posibilidad de luchar por un mundo común; pero tambalean en medio de la violencia que les rodea. No dejan de tener inclinaciones hacia la venganza y la maldad. Sobre ellos pesa la carga del destierro del paraíso que yace sobre el género humano. La insatisfacción constante les acompaña; muestran su inconformidad frente a lo que hacen, como cuando Dan cuestiona por el sentido de usar disfraces y artefactos para combatir “a prostitutas y ladrones de bolsos” (cap. VII, p. 8).

Dan y Laurie son humanos, demasiado humanos; recordamos el famoso aforismo nietzscheano. Ellos son complejos y ambiguos; al fin, seres que no pueden sernos desconocidos, que se parecen demasiado a nosotros. Son seres que, en sus momentos de crisis, se debaten entre la vida y la muerte; sus sentimientos se encuentran entre luces y sombras.

No sobra cuestionar hasta dónde Búho y Espectro de Seda son tan distintos de quienes pretenden ayudar; unos tan íntegros y otros tan ruines y canallas. (cap. VII, p.23) Al fin, no importa distinguir entre seres indefinidos, que no se diferencian demasiado de los desesperados a quienes pretenden salvar. (cap. VII, p. 24)

En el caso de Búho Nocturno II, según White (2009), encontramos un ser normal y virtuoso. Para el estudioso de la novela gráfica, Búho revela un “equilibrio”, entre el exceso y el defecto. La virtud aristotélica se hace manifiesta en un hombre “deliberado, pero no obstinado”; “cauteloso, pero no temerario” (pp. 80-84); un hombre que “muestra muchas otras virtudes descritas por Aristóteles: suavidad, amistad ingenio, por mencionar sólo algunos.” (p. 84) Dan es “buen tipo”, un hombre “sencillo”, “valiente, pero no temerario”, “que ayuda a la gente, pero lo hace con cuidado”, un hombre “leal a sus amigos, pero no al servilismo” (p. 86). Sin embargo, un ser demasiado débil, acechado por los vicios; un hombre ambiguo y dubitativo cuando se trata de tomar decisiones importantes que afectan a otros. “¡Dan, ¡Dan, él es nuestro hombre!” (p. 89).

Búho Nocturno II es demasiado vecino a nosotros. Siente rabia cuando se entera del asesinato de Hollis Mason, el primer Búho, y por esto quiso ajusticiar a uno de los miembros de la banda que lo mató; Rorschach lo reprende, y le manifiesta: “No delante de civiles” (cap. X, p. 16). Búho comprende, y vuelve a tranquilizarse; busca sosiego a fin de evitar que lo pasional y la ira le dominen.

Búho II es quien descubre que Ozymandias es el responsable de la muerte del Comediante y de la conspiración emprendida en contra de Manhattan; sabe que Ozymandias es el cerebro de la empresa criminal de Transportes Pyramid. Piensa que todo esto es una locura; no quiere creerlo, pero investiga y exige las explicaciones correspondientes. (cap. X, p. 17) Cuando va a Karnak, el refugio antártico de Veidt, reitera su estupor por lo que sucede, ya que le parece extraño que un “pacifista y vegetariano” sea el responsable del sacrificio de muchas personas (cap. XI, p. 15).

Espectro de Seda II (Júpiter) es débil y pasional; es humana, demasiada humana. Pese a sus conflictos de comunicación con su madre, le perdona. (cap. XII, p. 29) Laurie había llegado a un estado de shock cuando se enteró que el Comediante era su padre. Habrá que esperar y Laurie tiene la capacidad para reponerse en medio de la dificultad. Aunque tiene la capacidad de perdonar, también es una mujer decidida a enrostrar a los otros sus faltas. Siempre lo hizo con sus compañeros, con Manhattan, Dan, el Comediante, Rorschach y Ozymandias.

Laurie confronta a Ozymandias con severidad, cuando descubre su plan; no solo intenta matarlo, sino que también lo inquiere: “¿Después de lo que has hecho? No puedes quedar impune…” (cap. XII, p. 20) Sin embargo, sucumbe cuando acepta que es preferible no delatar a Veidt. Laurie prefiere arrojarse a los brazos de Dan, seguir amándolo, aunque se haya enterado de algo terrible y que no podrá deshacer. Se trata de seguir viviendo, volver a empezar.

Sobresale la escena en la que Espectro de Seda II le cuestiona a Rorschach por sus matices; la heroína no comparte que el enmascarado califique como lapsus morales comportamientos reprochables como lo es un intento de violación. La mujer sabe enjuiciar a quien ha querido juzgar a todo el mundo con su estricto código (blanco-negro) en el que no caben los matices.

Frente a Manhattan, Laurie le cuestiona que no se preocupe por encontrarse la humanidad “al borde de su extinción” (cap. IX, p. 10); también le censura su falta de emoción frente a la vida. Mientras el ser azulado le habla a Laurie sobre las maravillas del Universo, sin que se requiera vida humana, la mujer le reclama por no detener la mirada en pequeños detalles que tienen que ver con los seres humanos. Soberbias las palabras de Espectro: “O sea, te gustan tanto esas rocas que llegan a adoptar formas extrañas. Por Dios, ¡deberías haberme visto antes de conocerte! Mi madre erosionó mi adolescencia, para darme la forma que ella habría tenido si no me hubiera tenido a mí” (cap. IX, p. 14). Según la heroína, es necesario pensar más en los seres humanos. “Su dolor, sus miedos, toda su vida…”, lo que Manhattan no logra entender muy bien. Laurie se refiere a “personas comunes y corrientes”; de ahí que le cuestione: “¿No te emociona eso más que un montón de piedras?” (cap. IX, p. 16).

En Marte, Júpiter le brinda a Manhattan una oportunidad para que entienda que hay milagros como la vida, aunque en la física cuántica no quepan los milagros. Sus lágrimas expresan el valor de la vida y revelan el miedo ante la amenaza a su cordura. Manhattan se confunde y reconoce ante Laurie: “Yo no creo que tu vida carezca de sentido” (cap. IX, p. 26).

De esta manera, Búho Nocturno II y Espectro de Seda II no tienen ningún problema de mostrarnos que son realmente Dan y Laurie. Sus máscaras y antifaces les dan seguridad para relacionarse con los otros y reconocer sus debilidades. Ambos son conscientes que aún con esos “disfraces” no dejan de ser humanos, demasiado humanos.

Búho Nocturno II y Espectro de Seda II son tan cercanos a nosotros y tan distintos al resto de sus compañeros; por esto, comprendemos por qué finalmente se encuentran. Si bien Dan y su compañera han sido derrotados por las artimañas de Ozymandias, apuestan a seguir viviendo; demasiado humanos. La mujer le dice con dulzura a Dan: “Quiero que me ames porque no estamos muertos”. Sus cuerpos se funden y hacen el amor. Laurie le hace saber que quiere verlo, olerlo y saborearlo, simplemente porque “puede”, porque no está muerta. Búho, por su parte, considera que un olor se ha apoderado de ellos; se trata de “Nostalgia” (cap. XII, p. 22). Solo Dan y Laurie, sin la ayuda de nadie, se reconocen en medio de sus miedos. Su encuentro sexual así lo revela. No importa la acechanza del fantasma del pasado; ambos buscan amarse para sentirse como seres vivientes en medio de la muerte.

Manhattan se ha ido; no pudo superar la prueba de comprender los enredos de las vidas humanas. Se ha cansado y quiere crear vida en otro lado (cap. XII, p. 27, cap. IV, p. 135). Entretanto, Dan y Laurie saben que deben quedarse, que no tienen otro sitio para estar; solo cuentan con un mundo en ebullición, pero es el único en el que, por ahora, seguirán existiendo; el único en el que podrán quererse, y que, en medio de tantas vicisitudes, harán todo lo posible para que sea mejor.

Siguiendo la letra de Bob Dylan (1964), y como lo muestra el montaje de la canción del cantautor norteamericano en la película de Zack Snyder (2009), es cierto que los tiempos están cambiando. La tragicomedia sigue abriendo su paso. En medio de tantos sobresaltos, ahí están Dan y Laurie. Ambos son itinerantes de laberintos, dispuestos a zigzaguear entre los baches y desvíos presentes en sus vidas. Sienten que existen; mientras tanto esperan, y seguirán esperando, aunque crean muchas veces que van a desfallecer. La esperanza es lo último que se pierde.

7. Conclusión

Varios mundos en conflicto emergen en la obra de Moore y Gibbons; una tensión se manifiesta entre lo insano y lo sano. El Comediante, Rorschach, Manhattan, Búho Nocturno II y Espectro de Seda II, todos los integrantes de los Watchmen, nos sumergen en mundos encontrados, en medio de la tragicomedia.

Hay mundos en los que quien está dispuesto a reír también tendrá que llorar; mundos en los hay que aprender que la dualidad absoluta entre el bien y el mal resulta insostenible porque hay zonas grises; mundos en los que fracasa quien quiera sustraerse a las emociones humanas; y, mundos en los que podrá aprenderse que es inevitable la incoherencia, que basta meramente entender, parafraseando a Nietzsche, que somos humanos, simplemente humanos. Estos son los mundos del universo complejo de Watchmen.

Referencias

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NOTAS

[1La palabra “vigilante” es la que prevalece en el desarrollo de la obra. Según Rafael Marín (2018): “El término ´superhéroe´ apenas es mencionado un par de veces. Ni siquiera ‘Watchmen’ aparece como tal: cuando se refiere a los pintorescos enmascarados usa el peyorativo término ‘vigilante’ (homónimo en español e inglés) o los neutros ‘costumed adventurers’, ‘masked man’ o ‘masked adverturers’, dejando clara la visión que va a encargarse de mostrar ya desde las primeras páginas. Un mundo donde el vigilantismo ha pasado a ser una moda inane de un puñado de personajes de sexualidad discutible y motivaciones ridículas para convertirse en una amenaza que la sociedad percibe como causante de gran parte de sus males.” (p. 61)

[2Loftis (2009) cuestiona esas fracturas que niegan manifiestamente la apuesta de Rorschach de mirar el mundo en blanco y negro. ¿Por qué no manifestó rechazo alguno frente al actuar del Comediante cuando supo que éste había intentado violar a Espectro de Seda I o por sus acciones malas frente a las mujeres? ¿Por qué justificó el destrozo del apartamento de Moloch afirmando que: "¿Lo siento por el lío, no puedo hacer una tortilla sin romper unos cuantos huevos”? ¿Por qué admiraba al presidente Harry Truman pese a conocer su responsabilidad de los hechos de Hiroshima y Nagasaki, y cuyo propósito consistió en evitar pérdidas mayores en la guerra? Para Loftis, en estos eventos “Rorschach se desliza en el razonamiento consecuencialista para justificar una exhibición hipermasculina de poder y violencia”. Hay una cosmovisión “simplemente fascista”. (p. 72).

[3Según Arthur Ward (2009): “La razón por la que el fatalismo es tan inquietante es que el libre albedrío parece requerir la elección entre posibilidades alternativas. Si descubres que todas tus acciones han sido controladas por un científico malvado con un dispositivo remoto y que te ha engañado pensando que estás controlando tus propias acciones, ¿creerías que tus acciones eran gratuitas? Probablemente no, ya que en cualquier momento no había nada más que pudieras haber hecho” (p. 126).

[4Hay un utilitarismo de regla que confía en los hábitos y cánones que los seres humanos desarrollan “para actuar moralmente”, como la norma “nunca matar”. Otro es el utilitarismo de “virtud”, en el que se pide desarrollar “las características personales que tienden a maximizar la felicidad para todos si realmente las haces parte de ti”; por esto “Veidt podría pasar su tiempo desarrollando un sentido de la compasión, porque la gente compasiva generalmente trae más felicidad que infelicidad al mundo.” (Loftis, 2009, p. 66)