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Omnivoyeur. Comentario a The Truman Show, de Peter Weir
The Truman Show | Peter Weir | 1998
Eduardo Laso lasale_2000@yahoo.com

Jim Carrey en The Truman Show, de Peter Weir

Panóptico

En una de sus conferencias dictadas en Río de Janeiro, Michel Foucault (1983) comentó con ironía, que la diferencia entre las utopías de derecha y de izquierda era que las de derecha... se realizaban. Es el caso del proyecto, a los inicios del capitalismo industrial, de crear una sociedad organizada y controlada en función de obtener máxima productividad. Un aporte fundamental a esta meta fueron los trabajos del padre del utilitarismo moderno Jeremy Bentham. Partiendo de una idea de su hermano Samuel, este filósofo, jurista y reformador social inglés concibió un tipo de edificio circular formado de celdas aisladas entre sí, con rejas que daban a un patio interior en cuyo centro se elevaba una torre desde donde un vigilante podía ver a los sujetos encerrados en las mismas. Lo llamó Panóptico. Si el espacio arquitectónico de un teatro se organiza para que muchas personas puedan ver a unas pocas, el panóptico es cabal inversión. Su arquitectura introduce una disimetría de la visibilidad en la que el ojo vigilante se apropia del poder de ver a cientos de sujetos encerrados sin ser visto. El hecho de saber que son mirados pero que el ojo vigilante esté oculto a su visión, instala paradójicamente la presencia constante de una mirada que los objetaliza.

Como dispositivo de control total, el Panóptico produce una ilusión semejante a Dios para el sujeto encerrado: una instancia omnividente, omnipresente y omnisciente, que aspira a reducirlo a un cálculo previsible, donde nada quede oculto y todo se reduzca al control racional y utilidad. Foucault (1983) destaca que el Panóptico tiene por metas detener las fluctuaciones incalculables de los sujetos, fijar sus desplazamientos a un lugar y no perderlos de vista, de modo de eliminar toda incertidumbre en cuanto a sus identidades, y alcanzar su total transparencia por vía de su clasificación, cálculo y utilización. Sujetar de ese modo a los sujetos a determinadas reglas o normas (de producción, de conducta, de saber, según el tipo de institución) produciendo así nuevas subjetividades. El Panóptico conjuga de ese modo el ideal de homogeneidad con el de diferenciación. Colmo de la utopía utilitarista, tal proyecto edilicio se terminó realizando durante el siglo XIX en forma de cárceles, nosocomios, instituciones educativas, fábricas y conventos, hasta extenderse a la totalidad de la red social. Al punto que Foucault señala que nuestra sociedad actual es una sociedad panóptica. Del Panóptico de Bentham, a la aldea global y mediática, el progresivo avance de las tecnologías terminó por erigir una mirada totalizadora e individualizante que intenta exponer lo más íntimo del sujeto, aquello que constituye lo que Freud llamaba el núcleo de nuestro ser. La consigna actual parecería ser transformar todo en espectáculo, cumpliendo así el consejo de Bentham, que recomendaba “Prediquen al ojo, si ustedes quieren predicar con eficacia. Es por este órgano, por el canal de la imaginación, que el razonamiento de la mayor parte de la humanidad puede ser conducido y modelado a voluntad” (en Miller, 1986).

La banalización de lo obsceno y la exposición pública de lo íntimo, convierten a los sujetos en objetos fijados a una mirada ubicua y medusante que aspira a reducirlo al imaginario del ‘tú eres sólo esto que se da a ver’, renegando en la misma operación de lo que ninguna operación o técnica podría reducir: el objeto a causa de deseo. Jorge Jinkis (1985) señala que en nuestra época se ha ido produciendo una transposición de operaciones perversas sobre dispositivos sociales, por lo que propone abordar el malestar en la cultura actual por este sesgo de la perversión. Abordaje que apunta a recordar que el psicoanálisis se inscribe en un sentido opuesto al proyecto de un globalizado espectáculo voyeurista.

¿Se trata del mandato de mostrar todo? ¿Es esto posible? ¿Es deseable? ¿A qué mirada se dirige un dar a ver las escenas de cuerpos despedazados por guerras o accidentes, o la búsqueda de imágenes de seres humanos en momentos en que se encuentran atravesados por el dolor? En 1998, el año que se estrenó el film The Truman show, el presidente de los Estados Unidos Clinton tuvo que exponer frente a un tribunal y ante la opinión pública sus relaciones sexuales extramatrimoniales, siendo indagado en los detalles más íntimos. Detalles a los que cualquier persona del planeta pudo acceder por Internet, logrando así un conocimiento exacto del modo y circunstancias de cómo el primer mandatario de Estados Unidos realizó sus fantasías sexuales. Sobre esta exposición pública cabe preguntarse por la pertinencia de tal exposición en términos jurídicos, un dar a ver al público algo que era del orden de la intimidad de un sujeto.

Cámaras ocultas al sujeto

Los programas televisivos basados en la llamada “cámara sorpresa” buscan en el sujeto el punto en que se revele su “verdad”. Para lo cual se lo somete a situaciones extremas: la destrucción intencionada de un objeto valioso para él, el apriete o amenaza, la humillación, el engaño, o la estafa. Para lo que también se cuenta con la complicidad de aquellos en los que el sujeto había depositado su confianza. Luego de exponerlo, se pretende apaciguarlo diciéndole que todo fue una broma, y se compra su dignidad dañada con algún viaje o electrodoméstico. En el ínterin, la cámara sorpresa convirtió a todos los espectadores en voyeurs.

Los reality shows se erigen actualmente como las nuevas formas de la catarsis mediática, sustituyendo a la telenovela, ya que no hay ficción que pueda competir con el horror de la realidad. En nombre de la autenticidad y el naturalismo, se arman escenarios en las que los sujetos exponen su intimidad, como si estuvieran en terapia, pero todo se reduce al acting out de exhibir las propias miserias a la mirada del público. Las nuevas histéricas irán a confesarle al Otro mediático sus miserias sexuales, como antes lo hacían en las presentaciones de Charcot en el hospital de La Salpêtrière. Pero esta oferta a la mirada es lo contrario de la puesta en juego de una palabra verdadera. El dispositivo mediático no fue concebido para eso. La televisión desconoce el pudor, y se dirige a un sujeto espectador que supone que goza con lo que se le da a ver. El argumento: “se da a ver lo que el público quiere que vea”, desconoce la implicación en la producción televisiva en la producción de una mirada perversa. El filósofo Jean Baudrillard (1993) plantea que hoy el mal es la transparencia, que amenaza transformar la intimidad del sujeto en exterioridad expuesta como una llaga.

La mirada y la Cosa

Sigmund Freud (1895) plantea en su Proyecto de una psicología para neurólogos, un “complejo del semejante” que permite concebir un doble origen para el sujeto humano: la ley simbólica de la palabra, y lo que subsiste más allá de ella en forma de das Ding, la Cosa como el agujero real inasimilable a las representaciones. La Cosa encarna el incógnito irreductible de la causa del deseo del Otro. Este real en lo simbólico es el incógnito indecible, invisible e inmaterial del sujeto mismo. La ley simbólica, anudando la Cosa al significante inconsciente, logra ser metaforizadora de lo real. Al delimitarlo, al darle un borde a este agujero, lo lleva a la simbolización. A nivel del soma, lo inconsciente logra la inconsciencia de lo real del cuerpo biológico, lo que le permite al sujeto caminar, danzar, saltar, hablar, desear, siendo incauto de la Cosa que lo habita. [1] Si este anudamiento ha sido posible, es en la medida en que hubo una admisión, una afirmación (Behajung) del significante de la falta del Otro que permite al sujeto separarse de la ilusión de un Otro absoluto que todo lo ve, y de confiar en el significante.

La represión originaria instala un límite simbólico que posibilita metaforizar la Cosa. Pero esta operación no es sin resto: el punto de falla de lo simbólico por donde lo real traumático puede retornar en la escena. Y ahí donde el sujeto no pudo, por defecto del orden simbólico, proceder a una Behajung del significante, el objeto a mirada sustituye lo que no alcanzó la simbolización. El superyó es la principal figura de este retorno: se trata de aquella parte del sujeto que, degradada de lo simbólico, retorna bajo la forma del mal ojo de la conciencia moral. La mirada superyoica se presenta como pretendiendo ver todo, especialmente aquello que el sujeto reprime secundariamente. El superyó adivina los pensamientos y deseos del sujeto, al que lo vuelve “transparente”, al mismo tiempo que se dirige a él, objetalizándolo, reduciéndolo a lo que se da a ver desde una mirada acusadora a la que nada se le escapa.

En el Seminario 11, Lacan (1964) señala la preexistencia a lo visto, de un dado-a-ver: antes de ver, el sujeto, fue una mancha en un cuadro, un objeto visto por la mirada del Otro. Objeto ofrecido a la luz, que lo hace visible para el mundo. Lacan plantea que el lugar del sujeto con la luz es distinto del de un punto geometral como lo define la óptica geométrica: si el sujeto no es más que un punto, en su existencia sin embargo, es mirado desde todas partes. Por eso, del lado de las cosas está presente la mirada: las cosas me miran, y no obstante las veo, porque esa mirada está velada por la pantalla que es la imagen. Lacan aclara que este dado a ver no requiere suponer un vidente universal, un Otro absoluto que nos mira, o sea, Dios. No sólo no lo requiere, sino que debe estar excluido. Entiendo, y Maurice Merleau-Ponty lo puntualiza, que somos seres mirados, en el espectáculo del mundo. Lo que nos hace conciencia nos instituye al mismo tiempo como speculum mundi. ¿No encuentra uno satisfacción en el estar bajo esa mirada, de la que hablaba hace un rato siguiendo a Maurice Merleau-Ponty, esa mirada que nos cerca, y nos convierte primero en seres mirados, pero sin que nos lo muestren? El espectáculo del mundo, en este sentido, nos aparece como ommivoyeur. Efectivamente, éste es el fantasma que encontramos en la perspectiva platónica, la de un ser absoluto al que se le transfiere la cualidad de omnividente (Lacan, 1964). Esta condición de que el mundo no sea exhibicionista, de que no se nos muestre que somos seres mirados, es lo que hace soportable encontrarse en la escena de lo visible sin la presencia de la mirada como objeto a. Por eso Lacan aclara que si bien el mundo es omnivoyeur, sin embargo no es exhibicionista, es decir, no provoca nuestra mirada. Ya que cuando lo hace, produce sensación de extrañeza, la experiencia de lo siniestro. El ejemplo de Lacan de la lata que brilla en el agua, y del marinero que le comenta “¿Ves esa lata? ¿La ves? Pues bien, ¡ella no te ve!” pone en juego el inquietante retorno del fantasma de un Omnivoyeur (Lacan, 1964). Dice Lacan que si la lata no lo ve, sin embargo lo mira, al nivel del punto luminoso, donde está todo lo que lo mira. Es un objeto mirado, formando mancha en el cuadro.

La preexistencia de la mirada como objeto a presentifica el enigmático deseo del Otro dirigido al sujeto. Es porque hay corte y caída del objeto mirada, que es posible constituir el campo de la visión del sujeto. De todos modos, la mirada como objeto a excluido siempre amenaza con retornar. La presentificación de la mirada del Otro puede desorganizar el campo de la percepción del sujeto, puesto que el reenvía a la carencia central del deseo del Otro en tanto punto oscuro y enigmático que objetaliza al sujeto de deseo. Lacan señala que desde el momento que intenta acomodarse a esa mirada, el sujeto se convierte en objeto puntiforme, punto de ser desvanescente con el que se confunde en su propio desfallecimiento. Por eso en la relación cara a cara con el semejante, la reciprocidad del cruce de miradas en el plano imaginario sirve de coartada al sujeto para velar la mirada como objeto a, punto tíquico que simboliza la carencia central y donde cae al lugar de la mancha en el cuadro. Basta que la reciprocidad se rompa por la fijeza de una mirada, para que el sujeto sea reenviado a ese lugar traumático.

Al presentarse en la escena, el objeto mirada desposee al sujeto de la palabra y la imagen. Siente que ya no tiene secretos para el Otro, que es transparente a su mirada. Si la belleza opera como límite a la mirada, dando algo a ver para hacer inaccesible al sujeto, al revés la presencia de la mirada destruye la belleza, y genera el sentimiento de persecución y de estupidez, donde el sujeto ya no se sabe qué decir. Es la situación temida del pánico a la escena del cantante o del actor, al que se le vuelve súbitamente presente la mirada de los concurrentes, que de auditores devienen espectadores. Momento en que pierde la palabra. Si antes sabía inconscientemente lo que tenía que decir, ahora bajo la mirada maligna del Otro, es llevado a hablar o cantar observándose a sí mismo como objeto, vigilando lo que dice, y por lo tanto pasando de la torpeza al tartamudeo, la equivocación y la boludez.

La mirada que fascina, mortifica al detener el movimiento y la vida. La presencia de lo real de la mirada, destruye la discontinuidad simbólica, instaurando una mezcla entre lo continuo y lo discontinuo, entre imaginario y simbólico. En el sitio de separación fundante de una discontinuidad por vía de la palabra que transmite esa intimidad secreta que es das Ding, si hay puesta en continuidad por la mirada, entonces mortifica ese afuera interior que es la ex-sistencia del sujeto.

A propósito de esta mortificación de la mirada como objeto, Alain Didier Weill relata el caso de un recién nacido que debido a una insuficiencia renal estaba todo el tiempo en diálisis. Advirtiendo que el niño se estaba dejando morir, las enfermeras pidieron interconsulta con una psicoanalista. Ésta descubrió que el niño, cuyo cuerpo estaba atravesado por tubos, se encontraba totalmente desnudo. Los enfermeros y médicos se habían abocado a tratar la materialidad del cuerpo, pero omitieron la dimensión subjetiva que éste portaba. Así que la analista le dijo al niño que se habían olvidado de cubrirlo, y pidió que lo taparan. El niño se empezó a recuperar cuando le fue reconocido su derecho a que su sexo fuera velado a la mirada del Otro, poniendo una pantalla como límite. Didier Weill rescata también el testimonio del escritor Milán Kundera acerca del veloz cáncer que consumió a su amigo, el disidente Prochaska, una semana después que el Partido Comunista checo, que lo venía vigilando y grabando secretamente sus conversaciones más íntimas, decidió divulgar las grabaciones por la radio. La mirada pública tocó en él el punto de lo intocable del núcleo de su ser. Ambos ejemplos revelan dramáticamente que el sujeto puede ser privado de la vida “cuando lo que en él tiene de más privado, de más íntimo, es violado por el contacto de un ojo cuyo poder es el de hacer al secreto íntimo darse vuelta como un guante, transformándose para el exterior, el público, en secreto de Polichinela...”.

La vida es un espectáculo: The Truman Show  [2]

El film The Truman Show surgió a partir de un guion de Andrew Niccol inspirado en un episodio de la serie The Twilight Zone titulado “Special Service”. [3] Truman Burbank es un vendedor de seguros simpático y simple que vive con su esposa Meryl en el pueblo de Sea Haven. Su mayor anhelo es viajar y conocer otros lugares, sobre todo la isla de Fidji, lugar adonde fue a vivir una mujer de la que se enamoró en el pasado. Lo que Truman no sabe es que esa vida apacible y feliz en la que se le van realizando sus anhelos –menos aquellos que se relacionen con salir del pueblo– es en realidad un programa de televisión. Se trata de un espectáculo en vivo que se transmite las 24 horas del día a todo el planeta, en el que se registra mediante cámaras ocultas la vida de Truman desde el útero, sin que él lo sepa. Truman es así la involuntaria estrella principal de una serie de éxito mundial, y su vida no es más que una ficción perpetrada por Christof, magnate de las comunicaciones informáticas que desde hace 30 años viene guionando, manipulando y registrando los sucesos que le acontecen al inadvertido protagonista. En el programa, Truman es el único “True-man” (“hombre-verdadero o auténtico”) de este pueblo hecho de maquetas y de 5000 cámaras de televisión ocultas que lo siguen a todos lados. El cielo, las nubes, la luna, el sol y todo Sea Haven no son más que un inmenso escenario hecho como trampa-ojos para Truman. Allí donde él ve la luna, no sabe que la luna lo mira. El escenario vela así el mal ojo voraz que se encuentra tras esa pantalla. Toda la población de Sea Haven –incluidos esposa, padres, amigos, vecinos y conocidos– son actores y extras que trabajan para el programa. En otras palabras, Sea Haven es la realización pesadillesca del omnivoyeur lacaniano. Nunca la palabra “show” –en el sentido de ‘mostración’– habría sido empleada tan adecuadamente.

Todo en el mundo de Truman está armado de modo que no pueda irse, a pesar de su deseo, para que así no se termine el show. A Truman se le limita la posibilidad de elegir pareja o de viajar. Para asegurarse de que no quiera salir del perímetro del estudio, le provocan una fobia al agua, o le multiplican los obstáculos para retenerlo. La paradoja del show es que pretendiendo mostrar la vida auténtica de un ser humano, crean un universo ficcional con situaciones calculadas para que Truman no pueda ser espontáneo y tenga que adaptarse a las exigencias del libreto que le prepararon. Así, se casará con una mujer que no ama, o incorporará a su vida las incongruencias de la ficción –y hasta de los involuntarios bloopers– (por ejemplo, un spot de luz cae accidentalmente frente a él, o la lluvia artificial falla y sólo cae en el lugar en que está sentado). Vive así una doble vida: la pública, en la que hace el papel que todos esperan de él, y la que él cree oculta, en el sótano de la casa, donde arma con pedazos de fotografías el rostro de la mujer que ama pero que no estaba programada en el libreto de Christof. "The Truman Show" es así una ficción de la verdad, como los reality shows, como las cámaras sorpresa. Están armados para dar a ver al espectador algo que pretende pasar por "real y auténtico".

Pese a todo, Truman no es un conformista y se resiste a sujetarse al libreto que el Otro le ha escrito. Un día descubre una grieta en el Otro y, a través de ella, advierte también con horror la mirada de la que él es objeto. ¿Cómo escapa Truman? Proponiendo una trampa visual al Otro: le da a ver algo, para que crea que se encuentra ahí, cuando en verdad ya no está. Se mimetiza para trampear la mirada del Otro haciendo un camuflaje. Así como el pintor en sus cuadros entrega algo para alimentar al ojo voraz y pacificarlo, Truman arma una escena para que el Otro deponga allí su mirada y mientras tanto pueda escapar en velero hacia Fidji, para reencontrar el objeto de su deseo.

La trampa subjetiva que genera el Mal Ojo en el sujeto es la ilusión de reducirse a lo dado a ver, a ser ‘ahí donde lo miran’. Pero sólo el deseo puede probar que esta premisa es falsa. Lacan plantea que “… –el sujeto humano, el sujeto del deseo que es la esencia del hombre– a diferencia del animal, no queda enteramente atrapado en esa captura imaginaria. Sabe orientarse en ella. ¿Cómo? En la medida en que aísla la función de la pantalla y juega con ella. El hombre, en efecto, sabe jugar con la máscara como siendo ese más allá del cual está la mirada” (Lacan, 1964, p. 114). The Truman Show es en este sentido una épica del deseo. La apuesta por el deseo requiere de un acto que vaya más allá del principio del placer. A Truman se la pasan persuadiéndolo, desde el discurso del bienestar, que su bien-decir es un sinsentido. Si el pueblo de Sea Haven es un lugar donde el mal ha sido eliminado para que Truman sea feliz, sólo lo es a costa de que el mal retorne desde el goce de la mirada del Otro universal: el mundo entero asiste a la vida de Truman –sólo que él no lo sabe–. Y toda su realidad es una enorme ficción montada para él a costa de su deseo y ofrecida a la mirada ávida de la humanidad.

El punto clave que subraya la película de Peter Weir es que a pesar del omnivoyeur, Truman no está ahí donde lo ven: él está en Fidji, con aquella chica que recuerda y que se había colado en la escena. Él está en ese lugar que la cámara de televisión no puede ver, el punto inaccesible del núcleo del sujeto.

En el final, Truman logra escapar con su velero hasta los límites de la escena pintada que le han armado, y en su desesperación encuentra una puerta de salida. Desde los cielos, “Dios Christof” lo llama y le explica quien ha sido y le argumenta que afuera de Sea Haven también existe la mentira. El argumento omite algo decisivo: y es que Truman allá no será objeto de la mirada universal. Y que en todo caso la ficción con la que le tocará enfrentarse ya no será algo amañado por guionistas. Lo que le suceda será fruto de la tyché, y no del automaton de un Otro que quiere jugar a ser Dios.

En su diálogo final con Christof, ese autor del libreto de su vida a quien ha desafiado hasta atravesar su miedo a morir, –porque, parafraseando al poeta, “navegar es necesario, vivir no lo es”– Truman le dice que en el fondo no sabe nada de él, que no ha podido poner cámaras dentro de su cabeza. Que, efectivamente, el Otro es un ignorante. Y al llamado al bienestar que le hace Christof, Truman le responde, antes de franquear el límite imaginario y simbólico con el que se ha topado, una irónica despedida. Sea Haven, la gran ficción, ahora no es más que un montón de escenografía cara, el resto caído de una mirada obscena. Truman franquea la escenografía y Peter Weir, el director del film, por pudor se retira: lo que le pase a Truman de ahora en más es asunto suyo.

Truman escapa de la escena. Jim Carrey en The Truman Show

Referencias

Baudrillard, J. (1993). La transparencia del mal. Anagrama.

Foucault, M. (1983). La verdad y las formas jurídicas. Gedisa.

Freud, S. (1895). Proyecto de una psicología para neurólogos. Amorrortu.

Jinkis, J. (1985). Eutükhía. En Conjetural 6. Sitio.

Lacan, J. (1964). El seminario 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Paidós.

Miller, J.A. (1986). La máquina panóptica de Jeremy Bentham. En Matemas I. Manantial.



NOTAS

[1Para un desarrollo exhaustivo de este punto, ver Didier Weill, A.: Los tres tiempos de la ley, Homo Sapiens, Rosario, 1997, del que tomaremos algunos de sus planteos.

[2Weir, P., The Truman Show, EE. UU, 1998, 98’.

[3The Twilight Zone (1985-1989), Temporada 3, episodio 29 Special Service, emitida el 8 de abril de 1989. Dirigida por Randy Bradshaw a partir del guión de Rod Sterling y J. Michael Staczynski.