Una paradoja recorre el texto de Freud: la paradoja del padre. La existencia del inconsciente cuestiona toda posibilidad de dominio por parte del sujeto y, sin embargo, la instancia paterna es su piedra angular y el sostén de la práctica psicoanalítica. El padre freudiano se sitúa en varios registros que el creador del psicoanálisis no distingue claramente entre sí: el del ideal del yo, elemento que el sujeto debe “interiorizar” para “resolver” el complejo de Edipo; el del significante puro, tal como aparece en Moisés, que, asesinado por su pueblo se impone como un nombre; el de la encarnación del superyo, como se desprende de Tótem y tabú donde el padre primordial prohíbe y al mismo tiempo ordena el goce. Así pues, el padre en Freud puede aparecer indistintamente como un límite al goce de la madre que toma al sujeto como su objeto para tal fin o como quien lo encarna haciendo del sujeto el objeto del mismo. Es una confusión nunca aclarada que conduce al impasse de Análisis terminable e interminable, texto en el que se formula que el temor a la feminización ante el padre será la roca imposible de rebasar en el análisis. Una inquietud básica marca el derrotero de Freud y explica los impasses con los que se confronta, la inquietud de salvar la imagen de un padre no castrado; un padre que, a la vez que prohíbe el goce, lo conserva para él y, de este modo, atrae hacia su figura el amor de sus hijos, amor siempre acompañado de odio como el núcleo real que lo constituye. Por esto su imposibilidad para resolver si lo esencial de la cuestión del padre se encuentra en la naturaleza puramente significante de la paternidad o en la imagen del tirano que goza a la vez que prohíbe. Este es el motivo por el cual Lacan calificó al complejo de Edipo “el sueño de Freud” [1] , o también su síntoma, y consideró que Tótem y tabú no era sino su neurosis. Esto no quiere decir que Lacan haya rechazado el complejo de Edipo; buscó más bien señalar su núcleo de verdad en la medida en que puede equipararse al contenido manifiesto de un sueño o a la envoltura formal de un síntoma. Se puede afirmar que, si el inconsciente freudiano está estructurado alrededor del complejo de Edipo, y si su verdad es esa función del padre, es porque el discurso del inconsciente está estructurado como el discurso del amo, el discurso de la orden, el mandato, la sugestión, que el sujeto lleva a cabo sin ni siquiera saber que lo hace. En consecuencia, la verdad del inconsciente no es sino la verdad de una mentira, una verdad que nos miente sobre lo real porque toma el lugar de lo real. Esto explica el viraje radical al que Lacan se consagra en los últimos años de su seminario, viraje que lo lleva a hablar acerca de “lo que apuesta del padre a lo peor” e incluso a “rebautizar” el inconsciente freudiano con un término que se vale de la homofonía entre el Unbewusste (inconsciente) y la Une-bévue (una equivocación). Une-bévue quiere decir que el inconsciente es el discurso que nos empuja al equívoco del Uno, al desconocimiento que implica la institución del significante amo, del significante que hace uno. Por esto, aun sosteniendo que el mensaje inconsciente es la verdad oculta del sujeto, el 14 de diciembre de 1976 Lacan subraya que esta verdad, con respecto a lo real, es “un todo falso” porque de lo que se trata no es solamente de revelar el inconsciente sino de ir un poco más lejos que él, de rebasar lo verdadero para ir hasta tocar a lo real: “Real o verdadero? Todo ocurre como si las dos palabras fueran sinónimas. Lo espantoso es que no lo son para nada. Lo verdadero es lo que se cree tal. La fe, e incluso la fe religiosa, he ahí lo verdadero, que nada tiene que ver con lo real. El psicoanálisis, hay que decirlo, gira en el mismo círculo. Es la forma moderna de la fe, de la fe religiosa. A la deriva, he ahí donde está lo verdadero cuando se trata de real, porque manifiestamente (…), no hay conocimiento, no hay sino saber en el sentido que dije antes, a saber, que uno se equivoca. Una equivocación, es de lo que se trata” [2] . La verdad del inconsciente o verdad del padre es así la mentira que evita al sujeto el encuentro con lo real en la medida en que coloca allí un significante amo al que este puede someterse gustosamente en la medida en que lo protege de la eventualidad de ese encuentro. La película del cineasta húngaro Istvan Szabó, El coronel Redl [3] , que relata la historia de un hombre que dedica su vida a una de las figuras mayores del significante amo -el emperador- y termina su carrera en la abyección y la deshonra, es una clara ilustración de estas afirmaciones. Se trata de una historia verídica basada en la vida de un coronel del ejército imperial de Austria, Alfred Redl, y la culminación de esta con su suicidio el 19 de mayo de 1913. Sobre ella, el dramaturgo inglés John Osborne escribió en 1966 la obra A Patriot for me y, con el mismo tema, István Szabó realizó su película en 1985. La historia se ambienta en el imperio austrohúngaro durante los años que preceden al estallido de la primera guerra mundial. De hecho la última escena, semi-documental, muestra el asesinato en Sarajevo del heredero del trono, el archiduque Francisco Fernando, sobrino del emperador, motivo desencadenante de la guerra. Alfred Redl es nativo de Rutenia -región del noroeste de Ucrania anexada a la Galitzia polaca y parte del imperio- de origen humilde: su padre trabaja en la modesta estación de trenes del pueblo y tiene en apariencia algún antepasado judío. A los 12 años ingresa en la escuela de cadetes del ejército imperial y, desde este momento, hará una carrera fulgurante -modelo de obediencia, esfuerzo y disciplina- que va a colocarlo por encima de sus camaradas de origen aristocrático, favorecidos por privilegios derivados de su nacimiento que les otorgaban el derecho de ocupar puestos importantes y ser promovidos a grados altos, independientemente de su capacidad y sus méritos. A diferencia de estos, Redl sólo deberá su ascenso a sus méritos. Se destaca como un alumno modelo, y más tarde será un soldado modelo y un jefe modelo: el jefe que se coloca delante de sus hombres y no detrás, el que comparte con ellos los riesgos antes que pensar en privilegios. Su única aspiración es servir al emperador y este compromiso tiene un carácter eminentemente religioso: cree ciegamente en la bondad y la justicia de este último. El emperador es, para él, el amo bueno, “intachable”, el salvador; alguien que quiere a sus hombres según sus méritos y no según su clase de origen. Con esta creencia espera absoluta justicia como recompensa y para esto se impone privaciones y sacrificios. Así como el religioso busca obtener el amor de Dios, Redl se esfuerza por merecer el amor del emperador. En ambos casos se trata del amor del padre y la historia de este personaje muestra claramente que el sujeto sólo cree merecerlo en la medida en que se priva de gozar. Con Freud se puede advertir que el amor del padre está siempre ligado a una dimensión de sacrificio y esto se explica tomando en cuenta que la protección que se espera del padre es ante todo protección contra el goce en exceso que se podría llegar a experimentar. En la historia del Redl, el lazo entre la posición paterna y la persona del emperador se plantea desde el inicio de manera explícita: casi niño todavía, cuando acaba de ser admitido como cadete en la escuela militar, es llevado a hacer una elección que será decisiva para su vida y marcará su destino: se le informa de la muerte de su padre –padre que por otra parte nunca aparece en persona en la trama- a la vez que se le autoriza a asistir a su sepelio; pero él rechaza hacerlo porque quiere estar presente en la celebración del emperador que se realiza el mismo día, celebración en la cual éste va a adoptar como sus hijos a todos los alumnos del colegio. Podría decirse que frente al padre real –el suyo, humano, limitado, mortal- opta por el padre absoluto, todopoderoso, infalible. Esa será una decisión fundamental en su vida, en ella está en juego ya lo que será su traición esencial que explica la lógica que subyace al desenlace de su historia cuando, llegado al grado de coronel y encargado de organizar los servicios de espionaje del estado, es víctima de una conspiración: el estado tiene necesidad de un escándalo, de un traidor, que le permita declarar la guerra a sus vecinos para asegurar su propia unidad. Redl es oficialmente encargado de descubrir a ese traidor o de inventarlo. Para lograrlo, pone toda su disciplina de soldado y su talento de investigador. Pero en su esfuerzo por realizar la investigación hay algo que él no sabe, pese a las pistas que el archiduque –heredero del trono- le da en las conversaciones. Algo que no sabe y que lo asemeja a otro gran investigador cuyo destino fue trágico: Edipo. Como este, avanza en sus investigaciones sin advertir que el culpable no es otro que él mismo, que es a él a quien tiene que denunciar. No se trata, sin embargo, de que no sepa en sentido estricto: Redl se sabe culpable a nivel inconsciente y es este saber no sabido lo que lo hará cometer finalmente la falta que justificará su sacrificio. Su culpa esencial es la de todo sujeto que se consagra al padre: ante la imagen incuestionable de este nunca podrá ser digno de su amor, por grande que sea su sacrificio; de tal manera que sólo el sacrificio de su vida entera podrá compensar esa inevitable falta. Redl es entonces el sujeto perfectamente adecuado para tomar el lugar de chivo expiatorio. Por esto, desde las altas esferas del ejército se decide involucrarlo en un acto de traición colocando en su camino a un joven italiano homosexual, Alfredo Vellocchio, ante cuya seducción caerá. Ya desde antes se sospechaba de una presunta homosexualidad por el hecho de interesarse por las mujeres menos que sus colegas de armas. Esto era consecuencia, más que nada, de su absoluta consagración al deber, es decir, al emperador. Así, como Freud lo describió, el hecho de haberse privado del goce –en nombre del amor del padre- se vuelve contra él para cumplirse una vez más la paradoja inherente al superyo: privarse de gozar hace al sujeto más culpable que si gozara. Puesta en su camino la “carnada”, Redl se deja seducir por el italiano y termina por entregarle informaciones secretas. De este modo se convierte en traidor. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué no lo mata cuando tiene la oportunidad de hacerlo al tener clara certeza de quien es ese personaje y le apunta con su pistola? La escena misma en que desiste de jalar el gatillo puede dar la explicación: en ese personaje de algún modo miserable puede ver retratada su propia veleidad, su propia cobardía encarnada siempre en una sumisión absoluta a la autoridad. Ahora bien, ¿en qué consiste la cobardía y la traición fundamentales de Redl? No precisamente en esa revelación de secretos de estado sino en haber renegado de su origen, de sus coordenadas simbólicas: en su afán por ascender en el ejército, Redl buscó borrar las huellas de su historia, llegando incluso a tratar de desligarse completamente de su familia de origen. Todo con el propósito de servir sin fallas al emperador. Así es como se sujetó al amo ideal dándose un padre del que pudiera sentirse orgulloso, un padre que pudiera a su vez darle una imagen él mismo –simbolizada aquí por el uniforme- que “limpiara” toda huella de sus orígenes. Redl puede considerarse entonces una clara ilustración de lo que Lacan llama la decadencia contemporánea del Nombre-del-Padre: la falta en su historia de un nombrar, de un nombre recibido del padre que le posibilite tomar su lugar de sujeto en el orden simbólico, da lugar al intento renovado –y fracasado- de un ser nombrado para, de la búsqueda incesante de un nombramiento, materializado en los grados militares que tratará de obtener. El título o el grado es buscado en el lugar del nombre que falta, de tal manera que aunque él nunca haya aceptado los privilegios de la aristocracia -y que incluso haya corrido el riesgo de oponerse a ellos- sólo actuó de esa manera para alcanzar una nobleza más alta y más legítima todavía que la de los nobles: la que le hubiese otorgado hacerse hijo del emperador. Es fundamentalmente esto lo que no le será perdonado porque a nadie puede serle perdonado ese rechazo radical de su nombre, aun cuando este se realice en nombre del más elevado de los significantes amos. Su pretensión de adquirir de ese modo un nombre incuestionable lo conduce finalmente a la muerte que tendrá que causarse por su propia mano. Su “traición” al nombre no le será perdonada por la aristocracia y él tampoco se la perdonará en el momento en que la verdad se le presenta abiertamente. Ese será el motivo de su condena final que lo destituye en todos los sentidos. Es así como el origen que lo avergüenza, este origen que se combina con la homosexualidad y el judaísmo, retorna, y el final de la película presenta una de las escenas de suicidio más logradas en la historia del cine que nos muestra como en su fracaso se le hace presente aquello mismo que lo lleva de manera inevitable a la aceptación de su destino. En la historia de Redl puede apreciarse entonces la lógica implacable del significante amo y, más precisamente, la de la instancia del padre confundido con él. Hay, en el origen de todo sujeto, algo inconfesable –incesto, goce, transgresión- de lo que el padre, como lo concibe Freud, pretende “lavarnos” y protegernos. Es la condición para adquirir el estatuto de sujetos. El carácter de metáfora de la función paterna tal como la concibe Lacan en la primera etapa de su enseñanza tiene la finalidad de permitirnos salir de una posición primordial que es la de objeto, no tanto de deseo sino del goce de la madre: “No es su andrajo, es el ser mismo del hombre el que viene a tomar su lugar entre los desechos donde sus primeros retozos encontraron su cortejo, por cuanto la ley de la simbolización en la que debe entrar su deseo lo prende en su red por la posición de objeto parcial en la que se ofrece al llegar al mundo, a un mundo donde el deseo del Otro hace la ley” [4] . Pero la metáfora paterna sólo puede asegurar la existencia del sujeto en el plano simbólico, lo que implica que no sostiene esta existencia sino como una construcción significante, es decir, como una ficción con respecto a lo real. Y este real, rechazado como resto inasimilable por la operación del significante amo, regresa inevitablemente al mismo lugar, ineliminable, de lo imposible de asimilar por lo simbólico. Es así como el “crimen” de Redl –su traición al ejército, el estado y el emperador- que motiva la condena final que lo destituye en todos los sentidos no es sino el retorno de ese real expulsado de lo simbólico por la operación del significante amo, el real de su origen que en el plano imaginario se presenta bajo la forma de su y homosexualidad y su judaísmo rechazados. El final de la película resulta impactante en tanto muestra del fracaso del protagonista, fracaso de su sometimiento radical al significante amo como el camino para obtener el amor del padre-emperador. Con la maestría de un director extraordinario, El coronel Redl ilustra de manera brillante lo que Lacan intentó fundamentar en el plano teórico y en la clínica: la función del padre y el complejo de Edipo son finalmente asimilables al síntoma como retorno de la verdad dicha a medias por el sujeto. Son, por lo tanto, el síntoma por excelencia del sujeto hablante.
NOTAS
[1] J. Lacan: Le séminaire. Livre 11. Les quatre concepts fundamentaux de la psychanalyse. Seuil, Paris, 1973, p. 29.
[2] J. Lacan: Seminario L’insu qui sait de l’une-bevue s’aile a mourre (inédito). Clase del 14 de diciembre de 1976.
[3] El coronel Redl. Película de Istvan Szabó, con Kart Maria Brandauer, Jan Niklas, Gudrun Landgrebe y Armin Mueller-Stahl. Hungría, 1985.
[4] J. Lacan: De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis. En Escritos 2, Siglo XXI, México, 1995, p. 563.