Cuando escuché a F. hablar de La Bestia supuse que era un animal montaraz y escurridizo que acecha a los miles de migrantes Centroamericanos que intentan cruzar el despiadado desierto de Sonora entre Mexico y los Estados Unidos, donde las temperaturas extremas matan durante el implacable verano o cuando el invierno gélido ahuyenta a las culebras y escorpiones. Los únicos que quedan para alimentarse de la muerte de los otros, son los zopilotes. F. es un muchacho Hondureño de 16 años, alto y robusto, que habla con acento costeño, de una simpatía tan persistente que me hacía olvidar que estábamos en una cárcel de máxima seguridad en los Estados Unidos. Como artista visual y comunitaria, mi trabajo se centra en la intersección de arte y violencia política. En los últimos veinticinco años he desarrollado y facilitado proyectos de arte comunitario y colaborativo con sobrevivientes de masacres, sobrevivientes de tortura, víctimas de violencia sexual durante conflictos armados en America Latina y Europa y con poblaciones damnificadas por exilios forzosos. Durante los últimos seis años, la frontera de Mexico y los Estados Unidos se ha convertido en el epicentro geográfico donde mi trabajo se focaliza en facilitar y asistir a la creación de murales colaborativos pintados por jóvenes afectados por los efectos de la violencia. Los menores migrantes Centroamericanos, devenidos artistas, están sujetos a las rigurosas legislaciones del sistema judicial penal en los Estados Unidos. Los murales son historias orales hechas imágenes. Son susurros de palabras que nunca se han dicho y que aún persisten en la memoria de quienes van dejando frágiles huellas en el desierto mientras se escapan de una realidad terrible para entrar en la encrucijada legal de un país que los identifica y los trata como criminales peligrosos. F. me clarificó que La Bestia es un animal de hierro y tripas oxidadas. La Bestia es el tren de carga en el cual se montan los migrantes Centroamericanos en Arriaga, Ixtepec o Ciudad Hidalgo en el sur de Mexico y que los lleva hasta cerca de Mexicali, Nogales, Ciudad Juárez, Piedras Negras o Nuevo Laredo. No es un solo tren. Hay varias líneas ferroviarias de trenes de carga que recorren una ruta similar de sur a norte en Mexico. Pero, en el imaginario de los hombres y mujeres de todas las edades que intentan cruzar la frontera de Mexico y entrar a los Estados Unidos, siempre será la misma Bestia . Todos los que viajan son indocumentados, está hambrientos y desolados. Algunos llevan a sus hijos pequeños o adolescentes. Están dispuestos a atravesar el mapa extenso de Mexico sentados precariamente en el techo de La Bestia mirando cómo pasan los cantones y las ciudades apenas alumbradas, los valles y los baldíos, las estepas y las llanuras desguarnecidas. Hay más de 3000 kms entre Arriaga en Chiapas y Nogales en Sonora. En ese inhóspito camino nunca se tiene la certeza de que será posible llegar a destino. Tampoco saben cuál es el destino que imaginan. No se atreven a imaginar. La Bestia: El Documental El cineasta mexicano Pedro Ultreras (Durango, México, 1969) fotógrafo, escritor y director de cine, narra en su documental La Bestia: El Tren de la Muerte (2010) el impensable viaje de miles de hombres y mujeres centroamericanos dispuestos a enfrentar desafíos, peligros y acechos con el deseo único y ferviente de llegar a los Estados Unidos, ese gigante mítico e inexplorado que les permitirá trabajar aunque sean ilegales, y donde podrán ahorrar lo suficiente como para mandar dinero a las familias que han quedado en El Salvador, Guatemala y Honduras. Pedro Ultreras aborda la narración de esta historia desesperada y desesperante con cautela. Presenta las historias de 29 migrantes, 19 hombres y 10 mujeres que comparten una historia de miseria en sus países de origen donde han dejado a sus padres o a sus hijos, sus costumbres y afectos, y a su comunidad. Ninguno de ellos hubiera querido tomar la decisión de “mandarse p’al Norte”, pero debido a la presencia inexorable del narcotráfico como la única industria rentable de Centroamérica, les quedaban pocas opciones. O intentaban llegar a los Estados Unidos o, tarde o temprano, se verían obligados y amenazados a vincularse con las pandillas y el crimen organizado. Algunos de los hombres que viajaban en el tramo que Ultreras documentó, ya habían hecho el mismo viaje. Tres de los hombres entrevistados habían llegado a los Estados Unidos, pero habían sido deportados. Otros habían viajado sobre trenes de carga y parte de la ruta la habían caminado, pero nunca habían llegado siquiera cerca de la frontera. Éste era el último intento que harían antes de aceptar una derrota irrefutable. José C. Guardado, un hombre hondureño de voz calma y casi tierna cuenta, frente a la cámara en un primer plano que aumenta su mirada tristísima, que él tiene cinco hijos. La madre de sus hijos los había abandonado. No se imagina cómo darles educación a sus hijos y proveerle el derecho a una vida mejor a la que él mismo ha tenido si no es intentando este trágico tramo en este tren traicionero que ha cobrado miles de vidas. En un viaje idéntico, hace unos años, amarrado al lomo de esta bestia asesina, perdió la mano y parte del brazo izquierdo. Discapacitado y usando el muñón amputado, casi ciego por cataratas que le nublan la vista haciéndolo vulnerable a robos y abusos, vuelve a intentar esta desquiciada travesía con la ferviente ilusión de llegar a Los Ángeles donde quizás consiga una prótesis para su brazo mutilado. Pedro Ultreras logra que los migrantes le hablen con sinceridad, sin tapujos. Lo ven subirse y bajarse del tren con agilidad, con astucia, con los mismos trucos que ellos tienen que aprender para no derrumbarse. Son equilibristas en un tren en movimiento continuo, a gran velocidad, que atraviesa campos de cultivo, o estepas infecundas, ranchos y caseríos aledaños a las vías ferroviarias. Ultreras nos obliga a mirar el paisaje desde arriba, con la inestabilidad de quienes se atreven a pararse y correr de un vagón al otro o con el terror de quien se amarra a algun barrote del furgón de carga para no arriesgarse a una caída que, de seguro, sería fatal. Eva García Suazo mira a la cámara con serenidad. Vive en el albergue “Jesús El Buen Pastor” en Tapachulas, Chiapas. Llegó a ese refugio después de que la encontraron “pedaceda” y casi muerta a la vera de las vías. A pesar de haber perdido las dos piernas, en el momento del accidente no sintió dolor. Estaba consciente y aterrada porque se daba cuenta de que la sangre se le escurría. Le parecía imposible no morir. Un campesino que pasaba corrió a asistirla. En el estado en que la encontró no pudo siquiera moverla. La dejó con la promesa de que buscaría ayuda. Nadie pensaba que esta mitad de mujer sobreviviría. Quizás porque deliraba y veía a sus tres hijos, o porque la vida le estaba dando otra oportunidad, ahora Eva con dos piernas cercenadas trabaja en el refugio ayudando a otros lisiados víctimas del Tren de la Muerte. La estrategia de Pedro Ultreras como cineasta es no emitir juicio, no caer en sentimentalismos, no sucumbir a la tentación de hacer de los migrantes víctimas de historias terribles. Ultreras intenta y logra crear un nexo entre los migrantes y el espectador, dándonos la oportunidad de aprender y compenetrarnos en la multiplicidad de razones que obligan a estas personas a embarcarse en un camino endemoniado; a quererlos y a respetarlos. Una de las escenas más conmovedoras del documental muestra gente de la zona por donde pasa el tren, quienes conociendo las peripecias de los muchos En el año 2007 el Padre Alejandro Solalinde fundó el albergue “Hermanos en El Camino” en la ciudad de Ixtepec en Oaxaca. El edificio es modesto pero cuidado, aireado, con plantas en un jardín improvisado. Una línea de gente espera el desayuno en silencio. Este albergue está provisto para dar “posada” a los migrantes por un máximo de tres días. Se los alimenta, les curan las heridas, les dan una cama digna y limpia, les regalan una muda de ropa para que sigan el viaje. Antes de volver a emprender el camino, le sacan una fotografía a cada migrante que pasa por el albergue. Esta iniciativa de documentar el tránsito de quienes llegan a este refugio emerge de la certidumbre de que muchos de estos hombres y mujeres no lograrán llegar a los Estados Unidos. Serán cientos los que no podrán seguir en el tren y morirán en el desierto de hambre, de sed, de soledad o de pena. Muchos otros serán brutalizados y asesinados por bandidos que les sacarán las pocas monedas que llevan. Cuando ya nadie los encuentre, cuando no hayan quedado rastros ni de sus vidas ni de sus muertes, las fotos que se guardan en el albergue del Padre Solalinde serán la única evidencia de que estas personas han existido y que por allí pasaron. Dos hermanos guatemaltecos, el hombre unos años mayor que su hermana y los dos menores de treinta años, en un primer plano lento e investigativo, cuentan que los bandidos se subieron con ellos a mitad del camino. Al principio, fueron amables y tranquilos, inclusive solícitos. Cuando el tren cobró velocidad, con la destreza de quien ha hecho esto muchas veces antes, brutalizaron a todos. Los hicieron desnudarse, los amenazaron y los hirieron con cuchillos y navajas. A las mujeres las violaron. Ellas se dejaron violar sabiendo que si se resistían terminarían arrojadas desde lo alto de un tren desquiciado y a alta velocidad. Frente a ese posible desenlace, la violación era un precio enorme que debían pagar para seguir viviendo. De los 29 migrantes que el documental acompaña de cerca, solo 5 logran llegar a los Estados Unidos. De esos cinco, solo una mujer salvadoreña se establece en Los Angeles y un hombre guatemalteco llega adonde miembros de su familia viven en Memphis. Ambos consiguen trabajo, aunque su condición de migrantes indocumentados los mantiene en una realidad precaria que en cualquier momento se puede revertir. No hay ninguna certeza, ningún amparo legal que impida que sean detenidos, encarcelados y deportados. Todos los días entre 500 y 700 personas se montan a La Bestia en las estaciones del sur de México para emprender esta ruta inverosímil. Fox News La Bestia: El Mural La Oficina de Reasentamiento de Refugiados de los Estados Unidos confirma que, en el año fiscal 2018, un total de 50.036 menores indocumentados, no-acompañados han sido detenidos y permanecen bajo custodia después de haber cruzado la frontera de México y los Estados Unidos. La mayoría de esos niños, 30% de los cuales son menores de 12 años de edad, provienen de El Salvador, Guatemala, Honduras y México. Han cruzado la frontera solos, o con adultos que no eran sus padres ni sus familiares. La mayoría estaba huyendo de la pobreza, la corrupción y la violencia. Llegan a los Estados Unidos con la esperanza de conseguir asilo político. A partir del año 2015 mi trabajo de artista visual y comunitaria me ha llevado a facilitar proyectos colaborativos de muralismo diseñados, creados y pintados por menores migrantes, indocumentados y no acompañados de América Central detenidos en prisiones de máxima seguridad en los Estados Unidos. Aunque a comienzo del año 2000, trabajé en proyectos de arte en cárceles y centros penitenciarios en San Francisco, California, no me podía imaginar cómo sería trabajar dentro del sistema judicial penal y en cárceles de máxima seguridad en los Estados Unidos. La primera gran diferencia con otros proyectos que había facilitado era que esta vez los participantes serían muy jóvenes, entre trece y diecisiete años. El día en que un menor indocumentado/a, encarcelado/a cumple dieciocho años, convirtiéndolo/a de facto en “mayor de edad”, es transferido/a inmediatamente a una cárcel de adultos. Los muchachos y muchachas con quienes me encontré en este proyecto son parte de la generación nacidos después de los 12 años de guerra civil en El Salvador. El conflicto armado que se extendió de 1980 a 1992 determinó el colapso social, institucional y económico causando la catástrofe de la posguerra. La pobreza emergente del establecimiento del Tratado de Libre Comercio de America del Norte, establecido el 1 de Enero, 1994, incrementó la devastación económica en America Central ocasionada por las guerras y los conflictos bélicos de fines del siglo XX. Utilizando estrategias de artes visuales como el dibujo, el diseño y la pintura, el proyecto de muralismo se inicia intercambiando ideas y compartiendo propuestas que se dibujan, se evalúan, se multiplican y van conformando la trama o tema de la obra. En ese primer día de trabajo, yo aún no sabía que muchos de los jóvenes participantes eran víctimas de violaciones de derechos humanos cometidos en sus países de origen o, inclusive, en los Estados Unidos. El mural se pintaría sobre una tela de algodón robusta lo cual facilitaría su traslado. La obra culminada se mostraría en otras cárceles, en espacios artísticos, universidades y centros comunitarios en todo el pais e incluso internacionalmente. El mural se convertiría en una emisión informativa de una realidad que aqueja a miles de menores indocumentados y que permanece escondida, incorrecta o insuficientemente investigada por la vasta mayoría de los ciudadanos de los Estados Unidos. “A nosotros nos crían los lobos” F., Hondureño,16 años. Foto Claudia Bernardi Los muchachos y muchachas que se abocaban a la creación de este mural nunca habían pintado, y pocos habían visto pinceles delgados o paletas de artistas. Fueron tímidos solo por unos minutos, hasta que la seducción de los materiales y de los colores vivaces de las pinturas acrílicas hicieron que los primeros brochazos sobre la tela se convirtieran en una gran fiesta. Los jóvenes artistas conversaban entre ellos y compartían que en sus caseríos y poblaciones rurales nunca habían visto murales. Se habían topado con pinturas en las paredes mientras viajaban hacia el Norte, hacia los Estados Unidos, ese destino incierto pero atrayente al cual se sometían con docilidad. Los murales son libros de historia sin palabras. ¿Cuál es la historia que ustedes quieren contar? Este testimonio visual que surge de las manos y la memoria de los menores indocumentados, no-acompañados de Centro América representa, en colores vibrantes, en líneas y en formas que no se acobardan, el peligroso viaje que emprendieron desde El Salvador, Honduras, Guatemala y Mexico hasta que llegaron a esa línea divisoria confundiendo el desespero con la ilusión y donde fueron capturados por la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos. Se habían montado a La Bestia , agazapados al techo de ese tren interminable que cruza Mexico desde Tapachula, Arriaga o Ixtepec hasta Ciudad Juárez o Nogales. Es un viaje endemoniado en el cual mucha gente muere, las mujeres son violadas, la mayoría son víctimas de robos y muy pocos llegan a la frontera. Algunos desdichados se caen del tren en movimiento o los empujan adrede para sacarles unas pocas monedas, algo de comer, o por pura maldad. Quedan atrás, medio hombres, pedazos de mujeres con piernas o brazos amputados. Nadie se atreve a estimar cuanta gente ha muerto en esa travesía. Cada año, medio millón de migrantes centroamericanos se suben a trenes de carga que recorren varias rutas de sur a norte en México. Un muchacho hondureño que nunca había ido a la escuela y apenas sabía leer o escribir, contó que no podía terminar de entender que estaba cruzando fronteras, pasando de país en país. No se daba cuenta, no podía discernir cuándo un país dejaba de serlo y se convertía en otro. De lo único que se acordaba era que durante su viaje había encontrado gente que le había parecido igual a él. Todos estaban desesperados, hambrientos, abatidos y temerosos. Muchos de ellos lloraban inconsolablemente. Los jóvenes artistas daban testimonio visual declarando sin tapujos, con una frontalidad aterradora, las urgencias que habían confrontado y que los forzaron a escapar de terror y trauma. Por eso elegían “mandarse p’al norte” una elección que les podría traer alivio. Sabían que sería riesgoso ser indocumentados en la tierra enorme del Norte, pero ¿qué otra alternativa les quedaba? No había trabajo en El Salvador o Guatemala. Honduras se había convertido en uno de lo países más violentos del mundo. México se había vuelto un narco estado donde los carteles dominan la vida y la muerte de todos. Foto Claudia Bernardi Todos habían escuchado hablar de los daños y las heridas que el cargo humano enfrenta mientras están subidos al lomo de La Bestia . Ninguno de los jóvenes artistas había tenido en cuenta, sin embargo, que ellos podrían ser víctimas de la extorción y de la violencia desplegada por el crimen organizado confortablemente comandando la extensa frontera de Mexico. Después de ese interminable viaje en tren, se toparon con gente que exigía dinero a cambio de obtener el “derecho” a cruzarse. Si los migrantes no pueden pagar, son obligados a rendir servicios de otra forma. Las niñas y las mujeres de todas las edades se convierten en esclavas sexuales y en víctimas de trafico sexual. Los varones deben ser testigos de crímenes horribles o, muchas veces, son obligados a aceptar armas y convertirse ellos mismos en asesinos para salvar la propia vida. Foto Claudia Bernardi Más allá de la creación de una obra bella y contundente, un trabajo de arte colaborativo y comunitario intenta desarrollar y fortalecer la confianza entre los artistas participantes. Las personas que han sido sometidas a tormentos, violencias y torturas albergan una desconfianza persistente hacia todo y hacia todos. La creación de un trabajo de muralismo colaborativo se puede considerar como un ensayo para fortalecer la confianza. Diferente a otros modelos de arte visual cuya concreción se focaliza en decisiones individuales, un trabajo de arte colaborativo y comunitario parte de un paradigma opuesto: el esfuerzo colectivo define la intención, la producción y el proceso del mural. Compartir la creación de un mural colaborativo jamás podrá remediar el dolor inflicto en estos jóvenes artistas. Pero esta metodología que demanda pintar el mural como un grupo integrado donde todos participan y comparten, se convierte en una herramienta efectiva para la reconstrucción y sanación de personas agredidas por violencias inimaginables. El mural es un antídoto a la persistente tristeza y a la inconmensurable soledad que demarca el existir de los menores migrantes. Esta propuesta crea lazos comunitarios a través de la práctica del arte y constituye no solo un nuevo modelo de educación artística, sino que sugiere que el arte puede crear un puente interactivo entre la estética, la ética y la política. El mural compuesto por dos paneles integrados que culminan en un díptico constituye el primer intento que surge en los Estados Unidos donde la práctica del arte comunitario es equidistante a temas legales, de salud mental y física, de justicia social, educación, trabajo social, sociología y antropología. El mural da a los menores indocumentados, no acompañados de Centro América la oportunidad de depositar en la vasta geografía de la tela sus memorias de aquel transito turbulento y traumático que los convertiría en ilegales. Comparten un pasado de pobreza y violencia en sus países de origen. El “sueño Americano” se convertiría en la pesadilla de estar presos en los Estados Unidos. El personaje principal del mural es La Bestia viajando desde la derecha hacia la izquierda de la obra, del pasado hacia el presente, llegando al futuro. El tren, que aparece oxidado y dañado en el pasado, se transforma en ligero y mejor preservado conforme avanza hacia un futuro luminoso y brillante. Hay dos volcanes en plena erupción, mensajeros del poder oculto y atesorado en el interior de la tierra. Uno de los volcanes es femenino, “La Volcana”, fuente de sabiduría y de verdad. El fuego femenino tiene rasgos de mujer anciana, alguien que ha visto todo, ha sobrevivido lo impensable, ha sufrido y ha sido dañada pero que todavía sabe y puede proteger a la multitud que viaja amarrada a La Bestia . La Volcana protege a los menores indocumentados que viajan solos y agobiados, desesperados hacia el norte. Hay un sol y una luna. Ese pasaje del día hacia la noche evidencia que el camino ha sido largo, han pasado semanas y meses, nadie se acuerda exactamente cuanto hace que dejaron a sus familias, sus lugares de pertenencia, sus pocas cosas que ahora añoran por que nada les ha quedado. Pocos son los que pueden calcular el tiempo transcurrido desde que abandonaron sus países y la entrada a la prisión. El monumento conocido como “El Salvador del Mundo” erecto en el centro comercial de San Salvador, en El Salvador, aparece en el mural a la izquierda de una crucifixión. La inclusión de estos símbolos religiosos tiene muy poco que ver con el dogma católico. Los menores migrantes se ven a sí mismos, a sus amigos y a sus familias como víctimas de un sistema que los hiere, los daña en vez de apoyarlos, tanto en América Central como en los Estados Unidos. Nadie ha mostrado interés alguno en saber quienes son ellos como individuos. Nadie confía en que se puedan convertir en hombres y mujeres juiciosos, responsables y contribuir a una historia de la cual puedan participar activamente. Emiliano Zapata y el Cacique Lempira, líderes de la resistencia en México y Honduras están parados atrás del tren oxidado protegiéndolo en este viaje insondable. Zapata lideró la Revolución Mexicana y Lempira, Cacique Lenca, “Señor de las Sierras”, con un ejército de 30,000 hombres defendió su tierra contra el acecho de la ocupación y la conquista Española. Ninguno de los dos héroes fue victorioso. Pero ambos defendieron aquello que era incuestionablemente propio. En esta lucha desigual perdieron tierras, poder y vidas, pero nunca renunciaron a su orgullo y su dignidad. Orgullo, dignidad y esperanza son el combustible que alimenta a La Bestia llevando sobre su espinazo de hierro a hombres y mujeres determinados a diseñar un futuro menos doloroso que el pasado feroz que han dejado atrás. El tren, pintando en colores tierras y óxidos, tiene siete ventanas. Cada una de ellas cuenta una historia. Ventana # 1 Cuando se enteró que una pandilla adversaria había asesinado a su hermano, esta muchacha hondureña de 15 años, nacida en San Pedro Sula, se escapó de su casa porque sabía que la verían como sospechosa. La escala de violencia es imparable en Honduras. Estaba aterrada. Salió tan de prisa que no le dijo a su madre que escapaba. La atormentaba pensar que su madre pensara que estaba muerta. Había escuchado las historias de las mujeres que aparecen muertas en el desierto. La mayoría, jóvenes y pobres como ella misma, trabajaban en las maquiladoras, industrias impuestas a la vera de la frontera como consecuencia del Tratado de Libre Comercio entre Mexico y los Estados Unidos, y que nunca fueron mercado justo para los miles de trabajadoras que reciben un pago ínfimo por más de 12 horas ininterrumpidas de trabajo. Muchas de las muchachas desaparecidas parecían evaporarse en el camino de ida o de regreso a las maquiladoras. Pasaban los días, las semanas y los meses hasta que los restos humanos de alguien aparecía en el desierto. Esos esqueletos jóvenes descubiertos en la vastedad del desierto de Chihuahua son las mujeres muertas de Ciudad Juárez. Se montó al tren que partía de Ixtepec y que la llevaría hasta cerca de Ciudad Juárez. Por un tiempo se acopló a un grupo de hombres y una mujer que viajaban hacia el Norte. Desconfiaba de los hombres y la mujer no le mostró ningún signo de bienvenida. Se alejó de ellos. Por dos días caminó sola. Se desmayó varias veces de sed y de hambre. No se acuerda cómo se topó con un hombre que fue lo suficientemente amable para que ella creyera que de verdad la llevaría a algun seguro. El hombre amable y gentil era miembro de uno de los carteles de narcotraficantes que dominan la frontera del estado de Chihuahua. La muchacha hondureña apenas se dio cuenta de que se estaba convirtiendo en víctima de tráfico sexual. La violaron y sobrevivió abusos sexuales que la marcarán por el resto de vida que le queda. La vendieron en México, forzándola a ejercer la prostitución. Estando presa en los Estados Unidos, esta mujer joven hondureña se pregunta si la muerte de la cual se escapaba en su pueblo no hubiera sido una mejor opción a este largo y doloroso rosario de eventos trágicos que han caracterizado su viaje desesperado hacia el Norte. Ventana # 2 Un muchacho mexicano de dieciséis años, originario de Michoacán, visitaba a un primo por parte de la familia de su madre. Él sabía que su primo, dos años mayor que él, había estado involucrado en algunos negocios turbios de los cuales ni él ni nadie se atrevía a mencionar. A este primo le faltaba un dedo de la mano derecha. No lo había perdido en un accidente de trabajo. A pesar de que era obvio que el dedo amputado era una suerte de pago infame, nunca nadie preguntó que le había sucedido. Estaban celebrando el encuentro. Con ese sentimiento festivo de quienes hace tiempo no se ven decidieron tomar unas cervezas y escuchar algo de música en un bar cercano. Como todavía era temprano, el bar estaba casi vacío, la gente hablaba en voz calma y amistosa. El muchacho de Michoacán no podía recordar por dónde, exactamente, habían llegado los hombres armados. No podía ser por la entrada principal del edificio por que él estaba mirando en esa dirección y no vio a nadie derrumbar la puerta. El ruido del tiroteo era tan ensordecedor y tan veloz, que a lo único que atinó, y no logró, fue a esconderse bajo una mesa. Antes de que pudiera localizar a su primo, se percató que dos hombres lo estaban arrastrando hacia un carro, y le cubrieron la cabeza con una tela inmunda para que no viera a donde lo llevaban. El primo y el muchacho de Michoacán fueron arrastrados fuera del carro, les pegaron violentamente con varas de metal. Ahora el primo estaba de rodillas, suplicando perdón. Insistía en que él no tenia nada que ver con la muerte de uno de los capos del cartel. El muchacho de Michoacán estaba petrificado de terror. Casi no se dio cuenta que le habían hecho un corte con una navaja a lo largo del torso. Sentía que el pecho le estaba hirviendo. Hubo un sonido solido que nunca había escuchado antes. Era preciso y demoledor. Mientras estaba arrodillado, suplicando y llorando a gritos, mataron al primo de un disparo en el abdomen. El muchacho de Michoacán nunca había visto explotar las vísceras de una persona. Pensó que lo que estaba mirando se parecía a una sopa ensangrentada. Foto Claudia Bernardi El cuerpo del primo nunca apareció. A él lo tuvieron encerrado en una letrina apestosa, dilapidada, de piso de tierra. Con las manos destrozadas de cavar con desespero se arrastró y pasó por debajo de la puerta de metal. Nadie lo vio correr y llorar. Llegó a Tijuana. Se escondió por algunas semanas hasta que decidió cruzar la frontera de Mexico con Estados Unidos. A esa altura, le parecía que estar preso en el gran país del norte sería mejor que ser perseguido por los narcos. Se equivocaba. Ventana # 3 Un muchacho Salvadoreño dividió el cuadrado que definía su ventana con esmero para que las dos partes fueran exactamente simétricas. La parte derecha esta pintada en colores pardos, grises, acromáticos. Aparecen armas, una cárcel. Un cielo amenazador encierra la imagen. El lado izquierdo, contrastando, es luminoso, soleado. Un arcoiris recorre el paisaje. Aunque el muchacho salvadoreño creció en la congestionada, y densamente poblada capital de San Salvador, todavía se acuerda de su madre que hablaba del cantón donde ella había nacido en Chalatenango al cual quisiera volver algun día. Esa mujer nunca hizo el camino de regreso a su lugar de origen. Murió de un cáncer fulminante cuando su hijo tenia diez años. El muchachito se quedó con un hermano mayor que estaba involucrando en una de las pandillas más crueles y más temidas de El Salvador, “La Mara Salvatrucha”. El muchacho salvadoreño terminó ligado a otra pandilla, más que nada, por hambre. Cuando le ofrecieron una tortilla con frijoles no lo pensó por segunda vez. Pertenecer al crimen organizado fue precipitado, pero no del todo elegido como propuesta de vida. En su ventana, reconoce que hoy está en una realidad gris, desolada. Alberga la esperanza de que la vida le dé una segunda oportunidad. Después de todo, sólo tiene catorce años. Ventana # 4. Un muchacho de dieciséis años de Honduras, orgulloso de sus raíces afro- hondureñas y sus ancestros Garífona, pinto la única realidad en la que pudo pensar en este momento. Lo que vive; esta cárcel, este encierro, esta prisión que le corroe el alma. Lo atormenta el frío ininterrumpido por el aire acondicionado en la prisión. Viniendo de la costa de Honduras se identifica con la playa, la arena incandescente, con el mar Caribe y la isla de Roatán. Siempre tiene hambre. Resiente que no le permitan tomar café. Intenta, y la mayoría de las veces logra, portarse bien, porque detesta que lo manden a confinamiento solitario. No quiere recordar de dónde viene. No se puede imaginar adónde irá de ahora en más. Los días y las noches son largos, aburridos, una larga agobiante secuencia de la nada. Foto Claudia Bernardi Se lleva lo suficientemente bien con los otros muchachos, pero desconfía de todos. Alejado, penosamente aislado y con pocas estrategias como para no contestar con agresiones cuando lo provocan no quiere enfurecerse por que eso determinaría que lo lleven a solitario. Él se merece algo mejor. Ventana # 5: Una Madonna emerge luminosa de la mano de un artista guatemalteco de dieciséis años, con ojos cándidos y una voz tan baja que parece inaudible. Pintó a la Virgen Maria no por fervor religioso ya que él nunca había sido católico ni creyente. Quiso rendir respeto a miles de mujeres asesinados sin sentido, todos los días, en Guatemala. Quiso honrar a las madres que ven morir a sus hijos. Foto Claudia Bernardi Cuando tenía nueve años su madre y su padre lo abandonaron en medio de un mercado. Lo dejaron solito y nunca más vinieron por él. Supone, aunque le cuesta creerlo del todo, que no tenían como alimentar a los otros cinco hermanos menores. Habrán pensado que de alguna forma sobreviviría. Sin familia vivió en las calles de la Ciudad de Guatemala. No se acordaba del nombre del pequeño caserío de donde venía. Sólo que era en algun lugar del Quiché. La única memoria intacta que guarda de su infancia, y que atesora, es la de su hermana mayor, Ixcanil, que lo cuidó durante un tiempo cuando todavía andaba chiquito. La hermana se suicidó dos años antes de que a él lo abandonaran en el mercado. Ventana # 6 Fue difícil dejar Honduras. Fue un infierno cruzar la frontera. Ahora está preso en los Estados Unidos. ¿Por qué todo salió tan mal? Lo que más añora es volver a Siguatepeque. No es una ciudad bella. Se puede decir que es sucia, estridente y superpoblada. Pero allí todos hablan español y le van a entender cuando diga que él de allí es. Tenía dieciséis años cuando entró a la prisión. Añora que lo dejen en libertad antes de cumplir los dieciocho años. Si logra volver, haría un pacto consigo mismo y con el mundo para vivir una vida calma. En paz. Siempre soñó con tener un negocio de ramos generales. No aceptaría vender nada robado. Ya se dio cuenta de que el crimen siempre lleva a otros crímenes. Inauguraría un cine, ya que no hay ninguno en su ciudad. Las películas de Rambo son violentas, pero más benevolentes que los disparos reales; los secuestros y extorciones; el desmembramiento de personas y el enterramiento de hombres y mujeres aún vivos. Todo eso fue lo que vio en el largo viaje sobre La Bestia . Esos recuerdos desatinados están encarnados en las pesadillas que lo desvelan. Construirá una discoteca que permanecerá abierta las 24 horas del día. Ventana # 7 Desde chico le dijeron que tenía buena voz. Lo invitaban a fiestas y casamientos para que alegrara la noche. Aunque nunca había aprendido a tocar un instrumento, no faltaba quien le podía hacer un acompañamiento de guitarra mientras los invitados reían y aplaudían. Tenía dieciséis años y era de Honduras. Aunque originalmente de un pequeño cantón rural, había vivido la mayoría del tiempo en Tegucigalpa. Fue ahí donde se involucró con las pandillas sin saber, realmente, que era lo que estaba haciendo. Cuando finalmente se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Se escapó. Era un milagro que no lo hubiesen encontrado y que no lo hubieran matado todavía. No había planeado cruzar la frontera de México y los Estados Unidos. Siguió escapándose para el Norte para huir lo más rápido posible de la pandilla Hondureña que lo perseguía. A pesar de todo, añoraba convertirse en un cantante. Imaginaba que su voz llegaría a los cantones más lejanos de Honduras y que las letras de las canciones, inspiradas en historias de lo que él y sus amigos habían sufrido emocionaría a las muchachas. Serian canciones tristes de nostalgias que contarían una verdad que la mayoría de la gente desconoce. Lo escucharían. Este tren entra por un túnel que, a diferencia de otros, no es oscuro ni acechante. Este transito es luminoso, casi transparente. Las paredes interiores del túnel están decoradas con texto. La palabra Fe escrita en muchos idiomas trae belleza, esperanza, la posibilidad de un futuro posible, menos doloroso. Hombres y mujeres sentados en el techo de La Bestia siguen el viaje sabiendo que serán victimas de robo, que intentarán matarlos antes de que siquiera se acerquen a la frontera. Violarán a las mujeres, un riesgo menor comparado con ser empujadas desde lo alto de un tren a toda velocidad arriesgando perder una pierna o tener un brazo amputado, Muy pocos llegarán sanos y salvos a los Estados Unidos. En 2018, más de 66.000 jóvenes y niños migrantes indocumentados y no acompañados centroamericanos cruzaron la Frontera de México y los Estados Unidos. Foto Claudia Bernardi Mural La Bestia Profesora de Artes Comunitarias, Fundadora y Directora, Escuela de Arte y Taller Abierto de Perquin Artista en Residencia Referencias Peña, F. (s/d) Reseña crítica del film LA BESTIA, de Pedro Ultreras, sobre migración centroamericana a través de México. Consejo Nacional para prevenir la discriminación, Secretaría de Gobernación. Recuperado de: https://www.conapred.org.mx/index.php?contenido=noticias&id=3670&id_opcion=&op=447 Sayre, W. (2014, 5 de Junio). Riding ’The Beast’ Across Mexico To The U.S. Border. National Public Radio: Parallels. Recuperado de: https://www.npr.org/sections/parallels/2014/06/05/318905712/riding-the-beast-across-mexico-to-the-u-s-border Ultreras, P. (director). (2010). La Bestia [Cinta cinematográfica]. México, Estados Unidos, El Salvador, Guatemala [Coproducción].
que viajan, se apostan a la vera de las vías con bolsas conteniendo botellas de agua, algo de fruta, galletas saladas y a veces hasta algun dulcito. Estas personas son tan humildes como los que extienden la mano desde la parte baja de un vagón en movimiento. Ese gesto solidario y desinteresado que intenta aliviar, aunque sea por unas horas, el hambre y la sed de quienes ruedan La Bestia , es una secuencia sombría y esperanzada.
Claudia Bernardi
Oakland, Febrero 2019
Estudios de la Diversidad
Estudios Críticos
California College of the Arts
Oakland y San Francisco, California, Estados Unidos
Morazán, El Salvador
Sincelejo, Colombia
Centro Spencer de Estudios Globales y Sociales
Mary Baldwin University
Staunton, Virginia
NOTAS